Esos ojos no son tuyos.
¿De dónde los has tomado?
Bataille
El linyera tomó lo que la mano le ofrecía como se toma una ostia en misa, cerrando los ojos, abriendo la boca, entregado por completo a la ofrenda del transeúnte. Esos ojos no son tuyos. ¿De dónde los has tomado?
El que pasaba pensó que suelen verse los gritos salir de las ventanas cuando ibas por la vereda. Se amontonan contra el vidrio esperando que los mires y vos caminás por al lado y sentís que se enmudecen. Esos gritos se quedaron sin gargantas, sabías que para cuando llegaras ya estarían desparramados por todo el edificio y que tu paso por el mundo iba a ser intrascendente.
Decidiste que no ibas a ver más y te tapaste los ojos, aunque en realidad fue más difícil que eso.
Hubo un momento hace unas mañanas, que decidiste cortar el hilo que te ataba a las nubes y a los techos de las casas: entonces renunciaste a seguir mirando hacia arriba.
Lo primero que hiciste al llegar a tu casa fue buscar entre los cubiertos en el cajón de la cocina y encontraste un abrelatas que usaste como arqueador de pestañas, y fue más bien sacabocados.
Empezaste apretando la ruedita dentada sobre la córnea, haciendo fuerza con el otro extremo como si fuera una tijera que se hundía y la perspectiva se hizo luminosa como el metal que se metía, que te metías, cada vez más profundo, haciendo palanca desde los contornos, hasta que finalmente llegaste al punto en que ojo y ojo se encontraban para decidir enroscarlos desde sus nervios y sacarlos como boleadoras.
Después de la operación, que para vos fue muy sencilla, los guardaste en un sobre plástico Ziploc, los pusiste en el freezer para que no se pusieran feos y allí quedaron por un tiempo.
Saliste a caminar por Avenida Corrientes, con la seguridad de que ibas a estar librado de cielos, buscando meterte en algún teatro, -y entonces iba a ser cualquiera, porque ahora ya no veías nada-, quizás palpando libros de los que nunca conocerías rastro de su tinta, pasaste por el puestito del artesano y pisaste sin querer unas pulseritas de macramé. Y de un tropezón quedaste casi atropellando al linyera que tenía la mano abierta (había tenido su mano tendida durante todo el día) y del bolsillo del transeúnte salieron disparadas las dos bolitas oculares que solían ser sus ojos, porque ahora estaban achatadas adentro de la bolsita Ziploc, y chorreando el iris con un recuerdo de surrealismo las gotas de visión fueron marcando el camino hacia las manos del linyera.
Cuando tuvo la bolsita en sus manos, la abrió. Revisó que fueran ojos realmente humanos. Agarró uno con cada mano. Los probó un poco de lejos, mirándolos.
El gesto no le duró demasiado. Una paloma bajó desde un techo y se los llevó colgando, como laureles.