miércoles, 24 de octubre de 2012

Muchacho Punk




Contar es entonces para mí un modo de borrar de los afluentes de mi memoria aquello que quiero mantener alejado para siempre de mi cuerpo.
R. Piglia

I
En agosto del 2010 conocí a un muchacho Punk. Decir que conocí a un muchacho es mentira, ya había conocido a unos cuantos en el 2009 durante mi llegada a Puán, y aquello que él y yo hicimos, ese montón de cosas que empezamos a hacer cuando nos conocimos, no fue siquiera conocernos, y me animo hoy a decirlo de nuevo: no nos conocimos nunca. Estaba él, y además estaba yo, por separado, como dos estudiantes en una toma (más) de la facultad de Filosofía y Letras. Lo que interesa en esta historia es que el muchacho punk y yo “nos acostamos juntos”.
Primera decepción del lector: en esta primera parte de la historia no cogimos.
Yo conocí al muchacho en el bar de la facultad, entre un grupo de gente que además de estudiar, mantenía contacto, (aunque en casi todos los casos siempre fue primero) a través de Internet en un foro de discusión, que para qué voy a mentirles, ahí nos conocimos la mayoría de los que nos juntamos cada tarde en ese bar mugroso y precario para tomar café, o abastecernos de cerveza para divagar en el patio sobre Proust (nos encanta Proust) y sobre trotskismo o peronismo, da igual, y donde luego nos empezaríamos a organizar las cursadas para no estar solos, para no sentirnos tan solos cada uno en nuestra carrera eterna y solitaria.
El muchacho punk estudiaba historia. Tardé bastante tiempo en (re)conocerlo, porque era tímido y no se mostraba mucho, pero en la época de la toma que empezó en septiembre, empecé a verlo más seguido.
La primera vez que lo vi, tenía una de esas camisas a cuadritos (punk), llevaba el pelo largo (punk) atado con un rodete y tenía las vans azules (punk). Su mirada, (eso sí) no podía estar más lejos de lo que yo entendía o había entendido alguna vez podría haber llegado a sentirse o siquiera catalogarse dentro de las miradas que en mi preconcebida idea del mundo tenían los muchachos punk.
El muchacho hablaba mucho sobre su carrera. A veces lo encontraba solo en el aula donde concentrábamos la lucha, leyendo, sentado al fondo con un piloncito de apuntes, y yo le preguntaba por qué estaba ahí solo y me decía que se había quedado para leer sus apuntes, que después se unía al resto, que estaba todo bien con quedarse solo. Solo y callado. Y eso a mí me fascinaba.
Siempre noté su esfuerzo por mostrar que todo estaba bien. También era extremadamente simpático al hablar. Pero sólo cuando hablaba, porque no hablaba mucho. Sin embargo, la entonación  que usaba al decir las cosas, por supuesto que inconsciente, esa manera particular de poner la voz al servicio de las relaciones humanas, su entera manera de hablar, estaba dotada de una  simpleza semejante a un comentario o una nota al pie, como siempre se lo veía a él: en algún costado, fuera de foco, desentonado y ausente con su cuerpo tan alto.
Hubo noches en las que se quedó a dormir con los muchachos de la toma, porque él, muchacho punk, vivía lejos de la facultad y las asambleas diarias solían terminar bastante tarde. Hubo tardes en las que salía de cursar y en vez de ponerse a leer inmediatamente sus apuntes, se quedaba charlando con nosotros, los de la 144. Siempre pensé que todo el esfuerzo que ponía en apartarse le generaba suspenso en esa cosa misteriosa que para él eran las relaciones humanas, porque aunque no se le notaba, siempre elegía quedarse quieto. Paradoja de los paisajes de Puán, esta imagen, los revolucionarios y anarquistas y montoneros, o los que se jactan de serlo, pero que tampoco saben moverse.
Hasta acá, este muchacho no es muy diferente a todos los que pasaron intrascendentes alguna vez por ese aula tomada durante los días que fueron entre aquellas semanas del llamado “estudiantazo”, pero hubo un momento (y lo recuerdo con una lucidez extraordinaria) en el que alguien más lo notó.
Este muchacho punk estaba ahí, como el resto, y un día empezó a quedárseme en la memoria. Y ahora (ahora me atrevo finalmente) podría decir que se metió para siempre en mi historia  porque para la suya, fue una paradoja del historiador errante, historia fáctica, ¿viste cómo la lluvia es más transparente de día? Bueno, eso. Quiero decir que yo lo había notado, y hasta sabía quién era, pero un día…
Un día alguien me lo señaló y me preguntó si no me parecía que el muchacho punk “estaba bueno”. Yo le respondí que cómo me iba a decir eso si él tenía novia. Para ese momento no era tan fanática de Fragmentos de un discurso amoroso, pero entendí que cuando Carla me lo señaló, el deseo empezó a hacerse presente en mi conciencia. No sé si son las historias que se van llenando de colores o de nudos extraños, pero esa misma noche, el muchacho punk y yo dormimos juntos.
La noche me sorprendía de esta forma: “¿Me puedo tirar acá al costado? Les saco un costadito nada más”. Entonces así fue que dormí con él, y él durmió conmigo, la noche en la que por primera vez sentí su respiración en mi nuca, en un aula tomada donde todos dormíamos juntos entre bolsas de dormir, colchones y almohadones improvisados; él durmió conmigo y enlazó su pierna sobre la mía, pero su novia, su timidez y su presencia fantasmagórica que se me caía de a pedazos con el correr de las horas me obligaron a correr la pierna, echarme al costado y dormir, aunque no pudiera. Esa noche que dormí con él, ciertamente fue inevitable, como las que se sucederían un tiempo después cuando el frío del suelo nos volvió a encontrar con los ojos cerrados y boca arriba.
II
Pasaron dos años hasta que el muchacho punk y yo volvimos a dormir juntos. Durante todo ese tiempo puedo decir desde la ausencia que en este arrancármelo del cuerpo representa, que fui tejiéndolo en la cotidianeidad de mis días como se gestan las historias que más nos cuesta terminar. Lo fui incorporando en silencio, como renunciando a la idea de tenerlo conmigo, ni siquiera pensaba en besarlo o quedármele cerca y de ese modo, sin darme cuenta, quizás adrede (pero no lo sé) un día me encontré a mí misma total y absolutamente desgraciada de saber que a pesar de mis esfuerzos, el muchacho punk me gustaba. Entenderlo desde otro lugar es decir que quizás había naturalizado su persona en mi vida, y con eso, muy de a poco, hecho parte de mi identidad. Yo escribía, mi seudónimo era Quappi, estudiaba letras, y además, me gustaba él, con una manía que no pude entender nunca.
Segunda decepción del lector: el muchacho punk y yo ya no nos acostamos juntos. Ahora, qué hago escribiendo sobre él, es algo que no me explico. Porque no es que un día terminó con su novia, que otro día me besó en una fiesta y que al tiempo huyó despavorido. El problema es que él no lo sabía, pero yo lo conocía desde antes, y no había pasado de un día para el otro y no era tan sencillo como “a Quappi le gustás” o “dale bola a Quappi”. No. No fue tan sencillo cuando él en algún momento me empezó a ver también con deseo, o a caer en las redes que tejían mis ganas, ni fue tampoco cuando se hizo cargo de ese mismo candor que era el mío (porque realmente no se lo entendí nunca), sino que este muchacho punk, como punk no se comportó nunca.
Cuando pasó el episodio después de la fiesta, cuando él ya sabía que a mí él me gustaba, el muchacho me empezó a evitar con una constante rabiosa. Un viernes, durante un festival de esos que hacen cada tanto en el patio de la facultad, nos cruzamos, sabiendo que esto podía llegar a pasar, también pasó que nos vimos. Él estaba ahí con su mirada punk, y puedo decir con seguridad que lo punk le emanaba del cuerpo, porque su rabia, su tristeza, su dejadez, eran algo que no podía ocultarse y sus brazos colgaban hacia el piso de patio, y después le escribí un poema. De todas las cosas que se esforzaba por esconder se le escapaba esa mirada que sostenía en mi nuca, y que también me intimidó, y qué desastre, qué desastre que iba dejando su rastro a mi paso. Porque no se parecía a la noche en la que estábamos abajo del mural de La Cámpora y él no quiso besarse conmigo. Tampoco se parecía a cuando chateábamos y me contaba sobre su carrera (y yo le respondía “qué bueno”).  Esa quietud era más parecida al día en que finalmente nos vimos solos, y se parece también a su pelo cuando se lo ataba para besarme el cuello con más ganas cuando un día quiso  hacerme el amor (y qué eufemismo más horrible para decir que nos quisimos garchar con una locura tierna).
Después de besarme y darse a la fuga, este muchacho punk se llamó al silencio, y pasaron días, meses, hasta que volvimos a hablar. Una tarde me preguntó para qué servía la sintaxis. Otro, me contó que iba a tocar con su banda (también punk), y me invitó al recital. Con un mes de anticipación. A esta altura del relato, ya deben pensar que lo debí haber previsto, pero nunca me iba a imaginar que el muchacho punk no iba a querer besarme esa noche, y mi frustración de no saber por qué carajos me había invitado no supo que iba a hacerlo recién y tan sólo una semana después, luego de mensajes, un viaje, un par de extorsiones mías y decir que por qué no sacarnos las caretas. ¿Qué podía hacer yo? Esperar es de penélopes, entonces me saqué toda la perversión con la que lo odiaba y lo quería, para invitarlo a tomar una cerveza, y vernos solos, llegar y vernos parados solos, enfrentados, otra noche, otra vez, por primera vez.
No había caso. Al muchacho punk yo lo quería. Fantaseaba que él a mí, también. Nos perseguíamos como nenitos jugando a las escondidas. Y también gastábamos mucha plata, y siempre terminábamos desnudos. Este punk había engañado a todo el mundo diciendo que no me quería, y pienso que esa zona de amistad, ese lugar tan tenebroso tampoco le gustaba y que quizás habíamos empezado a conocernos en el momento en el que más nos habíamos desencontrado, porque él iba a desaparecer otra vez. Costaba empezar a besarse, todas las veces que esperábamos el colectivo para ir a algún telo por Panamericana. A mí me costaba estarme quieta mientras viajábamos y él me iba tocando el pelo. Cuando llegábamos a la habitación que habíamos alquilado, con toda la esperanza que tenía me delataba en seguida: me ponía a jugar con los botones de los controladores de al lado de la cama porque odiaba la música de “esos lugares” (así los llamábamos, porque le daba vergüenza) y después venía él y arreglaba el desastre; yo me hacía un bollito por no decir que el sexo también me daba vergüenza a mí, pero no tanto como lo que a él le causaba. Se dejaba ver poco de su imagen, de sus ineteriores inmensos o de sus palabras quietitas. Yo lo entendía, pero a veces. Estaba enganchado, y apenas lo notó alguna vez viéndose sólo en el frío esperando un colectivo que no pasaba, mandándome mensajes que decían que con él había dos travestis esperando el mismo bondi. Queriendo con eso decir “te quiero.”
Yo no sé cómo es o cómo tiene que ser un muchacho punk. Sus miradas y sus gestos eran inconsecuentes. Su voluntad era un caos. Sus celos injustificados, sus gestos tiernos que me hacían explotar la cabeza de tanta franqueza, me ponían de la nuca y trataba de disimular para cuidar su temple inestable. Y encima, sus camisas punk, que me gustaban mucho, como también me gustaba que me agarrara de la cintura y me levantara un poco cuando me besaba y empezaba a tocarme. Me calentaba, y aún sin penetrarme, como la última vez que nos acostamos juntos, entonces me ponía encima de él y me agarraba del cuello y me lo apretaba un poco mientras me tocaba con la otra mano como si fuera una guitarra y de mi cuerpo salieran chillando las únicas notas punk que conocía y yo le mordía el brazo por no gritar y gemir que dios mío, muchacho punk, dios mío.
Sé que era punk y con ello un poco anarquista, un poco hardcore y un poco rebelde. Pero nunca conocí a nadie más atado al decoro, ni más políticamente correcto que a este muchacho de mirada amplia y sonrisa tímida. Ni siquiera intentaba hacerse el malo por default. Algunas veces lo entendía, pero recién empecé a verlo cuando, esas noches que nos veíamos, me corría la cara de su pene a punto de eyacular. Creo que pensaba que si me acababa en la boca significaba que yo lo quería, y que dejar que lo hiciera era alguna especie de contrato del que quería escapar con desesperación. Las últimas dos veces lo agarré de las manos  y me lo tragué. ¿Qué iba a saber él que yo lo quería hacía tanto? El muchacho punk no entendía mucho sobre relaciones, o sobre tener relaciones. Por eso me besaba la frente cuando viajábamos en colectivo para ir a ver si podíamos coger, tan confundido como cuando yo le chupaba el pito y él no quería acabar, y sé que no podía porque del miedo se empezaba a quitar mis días de su vida; yo pensaba y le decía "complejo de Edipo".
Fuimos al cine sólo una vez (porque al cine van los novios, ¿no? y él era apenas un muchacho punk, un susurro, una pose) y después de que terminara la película nos fuimos a tomar café en Starbucks (en realidad yo tomaba un café, quizás un capucchino, y él un frapuccino -y la cacofonía es jodidamente casual-). Mi muchacho punk (para este entonces ya era un poco mío) estaba indignado por la película que yo había elegido, y yo estaba indignada también porque ver a Lacan coger no está tan bueno. Lo que necesito escribir, y en ese momento necesité quizás decirle, es que yo ya sabía lo que iba a pasar luego, porque la escena que vimos fue premonitoria. Mi muchacho se sorprendió al ver a una pareja que estaba sentada del lado de enfrente, en una mesa con sillas que daba a un ventanal. Una chica lloraba. Y un chico, el que estaba en frente de ella, le decía cosas que no podíamos escuchar. “Mirá, la pareja de allá.” Me dijo. “No me gusta ver esas cosas. Se están peleando.” Dijo.
Y hago un paréntesis (¿no podía pensar él que yo fantaseaba con que sus imposibilidades iban a ser eventualmente, subsanadas? O por voluntad propia, quizás insistencia, ver que el que no puede en el presente tal vez tenga un potencial para el futuro, ver que la vida se nos pasaba como un cúmulo de frustraciones, cada noche en cada telo, cada día que me sonreía y yo lo abrazaba fuerte o le decía que algo me había enojado, porque él no quería que nos vieran juntos en los cumpleaños ni en las salidas, porque prefería encerrarse en un cuarto a no hacer nada, aunque la pasábamos bien, sí, pero siempre todo a medias conmigo, qué iba a saber yo que iba a estar siempre esa sonrisa mediada por el medio, qué iba a querer saber yo que ese medio en realidad era el miedo, que seguía latente, por qué iba a preferir ver el lado oscuro de su corazoncito de nene cagado en vez de esas mil formas que tenía de hacerme reír, de escaparme de mi adolescencia y haceme la intelectual, la madura, la respetable chica que hace todo, que todo lo puede, qué iba a saber yo que frente a mí, él no iba a poder hacer nada, que no iba a poder nada, y me pregunto, ahora, que ya no lo extraño, pero sí le escribo por inercia, porque lo veo cada tanto, ¿qué pensaría, él, que se quedaba tan quieto, si en el fondo le gustaba dejarse llevar por mí y después se quejaba de que estaba en otro lugar diferente, fuera del punto de partida, metido en medio, otra vez esta cosa de las medias tintas, de una vorágine de mensajes obsesivos y constantes que él mismo me mandaba y con los que yo pude extorsionarlo luego, cuando su memoria absurda y desmedida, fantasmática y cruel se olvidó de todo, de absolutamente todo lo que él había hecho conmigo).
La chica lloraba y el tipo parecía querer consolarla, pero esa chica a la que estábamos viendo, casi con culpa, cuando la miraba ¿pensaba en nosotros? ¿Había, acaso, un poco de ella en mí? Porque puedo rememorar la cantidad de veces que sentí enamorarme de este muchacho, haciendo un esfuerzo por conocerlo, cuando debería haberlo escuchado con más detenimiento cuando me decía que quería salvarse, lo cierto es que realmente me había cansado de decodificarlo como a un signo, y le escribía poemas, y le decía que yo no era Lévi Strauss, en fin. Él me dijo que las separaciones lo ponen triste. Y un poco le creo. Quizás por eso, y sólo por eso, es que me dijo que dejáramos de vernos en una ventanita de chat. Al día siguiente leí en el foro que estaba enojadísimo, o muy sorprendido, porque a una compañera de la secundaria le habían propuesto casamiento por Facebook. No lo culpo, pobre muchacho. Pero le hubiera venido bien a esta historia que el muchacho punk alguna vez gritara con locura. 

(Mayo 2012)

domingo, 21 de octubre de 2012

De falos y otras recurrencias



¿Ceder es como rendirse? No escucho a los otros que me dicen que tengo que dejar de renegar de mi status de mina mala onda porque no me queda bien, al parecer hay maneras de verme en las que suelen pensarme con cada fulano que se cruce por mi camino. Porque sucede que mi mejor amigo me dice: “Dale bola a este chico, es bueno, es fachero, estudia en la universidad. Es bueno, dale una chance que es bueno.” Pero yo no quiero a fulanito, como querer se quiere con deseo, y aunque me insistan yo voy a seguir pensando que este fulanito es bastante problema para cargar con un esfuerzo de enamoramiento inabarcable. Yo no quiero rendirme, pero tampoco hay redención. Somos almas caprichosas las que, según la teoría de mi amigo, “evitamos a los chicos buenos”, porque no, todos son buenos (y boludos) hasta que demuestren lo contrario, pero hay cada cara de ángel que mamita querida, ¿tendrán pelos ahí abajo? ¿Me van a saludar y sin vergüenza sentarse al lado mío para invitarme un café, porque sí, porque intuyeron que yo soy poeta y quieren que les escriba, que los inscriba en mi mundo de nostalgias apiladas para llevarse el souvenir? No me cabe duda de que sean buenos, esos que dicen que son buenos, yo también lo sé. Y yo también soy buena,  y a los gritos, le decía el viernes a otra amiga mientras volvíamos de una noche de poco movimiento que porque la vida es injusta, en el mundo las personas buenas nunca se encuentran y por ser buenas terminan con personas malas lamentándose, porque a los buenos no los registramos por buenos y adaptados a la normalidad como una moral inherente a esa bondad que nos hace creer que son quizás, demasiado buenos, tal vez, demasiado boludos. No quiero volverme más caprichosa, sé que mis deseos están bien fundados y que si me sonrío sin querer cuando me cruzo en la escalera a un ex que no saluda significa que ese deseo fue el infundado y que el que se quedó con la mirada perdida otro día, otro mengano, también cruzando miradas, estaba pensando en que su souvenir ya no lo leo en ningún café literario. Ceder no es como rendirse. Por ejemplo, hoy no hice nada y llovió mucho, y eso que pintaba un día fantástico, el sol a pleno cuando nos despertamos y abrí la puerta para que entre la brisa calentita mientas la tostadora hacía el “clang” característico que me avisa que soy una colgada y que si no fuera por eso mis tostadas se hubieran quemado, en ese momento en el que pensé que qué lindo día, la lluvia vino como una premonición porque en la tele, no me acuerdo en qué canal estaban pasando una de Hitchcock y me di cuenta por la música, me emboté, me perdí, hice una lista de exs y los mandé a todos a la mierda al mismo tiempo, y me pregunté si todos esos chicos que me invitaron a salir alguna vez y yo no les dí pelota pensaron alguna vez que ahora yo me regodeo con poemas pero no por ellos, y que mi karma me persigue como un mal karma, quizás, desde aquel día en el que dejé a mi primer novio en el colegio y se puso a llorar en la hora de literatura. ¿Casualidad? No lo creo, pero en ese momento tampoco lo pensé.
Deberían saber que lo dejé porque yo le escribí un poema y él no quiso leerlo, y yo me ofendí, pero teníamos quince años, ahora tengo veintitrés y sigo preguntándome si el mal más grave, si la falta más mayor en la vida es siempre perseguir algo que nos excede por hacernos los que soñamos más y  que ahora me la doy de intelectual porque voy a congresos, y sobre eso hoy otro amigo me dijo que “con cuatro materias debés tener la cabeza recontra nerd ahora mismo, mirá si te va a importar algo, pero eventualmente el cuerpo te va a pedir pija”. Y aunque de por sí mi cuerpo es un monumento a la sublimación del sexo y no tengo tapujos a la hora de hacer uso de ese poder, sé que puedo romperme la cabeza contra la pared tratando de entender por qué, ahora mismo, me pregunto si ceder significa rendirse porque yo no quiero afrontar que me deshice sin mayores problemas de los chicos más buenos del mundo por pensar que yo era demasiado buena; en realidad me rompieron el corazón un par de veces pero ahí reconozco que la culpa es de uno, como dice Mario, porque si vos vas y te buscás a la mismísma reencarnación del rey de los pelotudos, nena, ¿cuándo vas a aprender que la guitarrita no garantiza un pack completo? Vuelvo a intentar pensar en el fulanito y sé que inevitablemente no puedo parar de pensar en las otras reencarnaciones.
Nota mental: en las próximas reuniones de “chicas solamente” evitar jugar al verdad consecuencia. Tarde o temprano esa lista de penes le va a llegar a cada miembro. 

Un flaquito de capital


Salta por una ventana como la araña
hacia el precipicio
y no le espanta en la mañana
verme enredada en un nuevo querer.
Te/ me
encanta  y no descansa en la orilla
del pensamiento tuyo, o mío
tenerte entre los dedos partidos, o arrimados
obnubilado
semidespierto, o semidormido,
no lo sé.

Salta,
salta y no dice nada
el que me ve mirar tan triste.
Habla, no dice nada
el que se fue a contarse el cuentito del chamuyo
el flaquito testarudo 
de la capial.

Canta, canta, canta,
dice que no dice sanata
¡Sh! No me digas nada,
que se te va a escapar,
¡ay!
como un pibito jugando en la vereda a la pelota
y la pelota salta, salta
no dice nada,
se regodea entre dolores de la adolescencia tardía
y la palabra se escapa
entredientes alta
la mayúscula alta,
la frente, no tanto:
sopla el pelo que me cae en la cara
dice que “gracias”
luego se va.

Mariano Ferreyra

Lleva la bandera de ninguna parte, mariano lucha y muere como un pibito militante más
del cambio, la esperanza, la transformación social
con la bandera de ninguna parte, la izquierda de la lucha diaria
contra la explotación
por la igualdad y etcétera,

está bien,
de acuerdo,
pero si estamos todos distantes
¿quién carajo -decime-

quién te va a recordar
como un militante de todos?

sin

filtros:

sos la herida abierta de la llamita que eras
como una luz de un foquito en la noche
que no quiero que se apague más
no queremos que se apague más
no queremos que nos rindan más.

No queremos llevar banderas a ninguna parte.

Los mejores deseos y las honestidades crudas
como un contrasentido
te tienen sin dejarte descansar, Ferreyra querido.

No queremos llevar banderas a ninguna parte.
No quiero más huesitos.
No quiero más.
No quiero.