viernes, 28 de agosto de 2009

El hombre en la nuez (Parte I)


“Sin impertérrito se abalanzó sobre sus uñas doradas. Sueños de cristal, brillantes y dinamita entre demonios desolados.”

Todos sabíamos que en los días de lluvia solía violentarse y desatarse en ráfagas de cólera que llegaban a golpear solamente el aire.
Nunca voy a entender esos papeles que tiene ahí amontonados. Los numeritos… Trato de leer lo que escribe, pero a veces se me confunden las historias y mejor no le digo nada.
Sigamos imaginando que en realidad soy una persona cuerda, pulcra y cristiana.
Mi enunciado siguiente sería “mi novio me espera todas las noches en casa para cenar juntos e irnos a dormir mirándonos las caras como perritos que se regalan, y que se regalan dulzura para recibir una caricia a cambio”.
Las palabras suenan perfectas en mi cabeza, cuando las leo. ¿Sonarán así en la suya?
Entonces pienso en que mejor sería haberme casado ya y no haber esperado tanto tiempo para vivir con él, como corresponde. Es algo sustancial. Primero hay que probar. Claro está que nos queremos, es evidente, no cabe duda. Pero primero hay que probar.
Siempre que pienso en estas cosas se me da por fantasear que en realidad tengo tiempo suficiente como para organizar mi vida y empezar a leer. Nunca tengo tiempo para leerlo.
Pero él se deja estar horas frente a pilas de hojas que, no tienen ningún sentido y que separadas, siempre van a cobrar vida.
Lo sé en su mirada, que lo dice todo. La mirada, las puertas del ser, la ventanilla del cajero, el médium de sus fantasmas, su fábrica de lágrimas, su depósito de sueños.
Depósito de sueños. Depósito bancario, ventanilla de cajero; yo lo tengo a crédito y lo voy pagando en cómodas cuotas…
Ahora estamos muy enamorados, es decir, nos queremos, es evidente. Pero no es algo que pasó a-primera-vista.

Son las seis menos cuarto de ayer, ¿Sabías?
Es la misma hora que ayer, cuando te me apareciste así de repente y con unas ganas incomparables de deshacerte en mí.
Pasó un día nada más y no queda más voluntad ni para levantarnos de la cama. Hace más frío que hace unas horas pero adivino que tu cuerpo todavía mantiene el mismo calor.
Ahora es momento para que te despiertes y me digas que fue un día maravilloso.
Tenés menos de cuarenta segundos para hacerlo, si no bien podés ir a tu casa donde te espera tu novia y mentirle con la misma habilidad que a mí. ¿Sabés lo que sos? Un asqueroso, un animal, un mentiroso, eso sos.
Pero te ves tan dulce, así, dormido, que no me animo a despertarte, ¡me dan tantas ganas de morderte todo!
Y no esperes que el fin de semana que viene te reciba con la misma calidez, no señor. El próximo domingo vas a tener que venir con una excusa nueva y mejor.
Y te lo aclaro, por las dudas.
Porque cuando sos mujer y jugás el papel de "la otra" hay que tener ciertas cosas bien aseguradas. Por eso siempre digo que hay que estar muy segura de sí misma para hacer esto. Como tener la tanga siempre lista o la cama tendida a toda hora.
Es un trabajo sumamente agotador, debo reconocerlo. Tenés que estar alerta a la novia formal, tenés que conocer los horarios de él, tenés que saber mentir cuando lo llamás y atiende ella, tenés que disimular constantemente. No hay margen de error.
Y a veces me siento tan profesional que me da asco.
Realmente nunca entendí a Martín. Se pierde de tantas cosas encerrándose en los libros. Se pierde de la vida, de las cosas en serio. Por suerte me tiene a mí, que lo acompaño siempre, cuando le cocino, cuando le preparo sus camisas, cuando le ordeno el escritorio… Los papeles no, los numeritos me confunden y siempre que quiero leerlos los termino mezclando.
Es como empezar desde el principio o desde el final.
Y creo que hoy no decidí, las cosas deciden solas y no me incluyen en los veredictos. Pero Martín no sabía muy bien lo que estaba haciendo.

Primer borrador.

“Sin impertérrito, pero casi inmóvil se desprendió de la soga para saltar finalmente al abismo de sus ilusiones más ocultas. No había retorno, el destino tiene un solo nombre y si no lo aceptaba lo terminaría nombrando irremediablemente.”

Me gustaba esa palabra, impertérrito. Sin impávido.
Palabras que ella nunca entendería. Como rondar por escaleras desiertas una noche de abril, con frío, pero con la seguridad de encontrarme con mi alma gemela.
Yo la quiero, es evidente.
-¿Vos me querés?
- Es evidente Juli.
Y la quiero, sí. La quiero como se quiere al sol por las mañanas cuando llovió el día anterior. Como se quiere un vaso de leche, con vainillas por favor. Como se puede querer a una persona a la que querés. Pero ella, no.
No tiene la sensibilidad suficiente para apreciar el cariño que voy dibujando.
Porque mis obsesiones llegan a controlarme a mí. Pero a ella, nunca.

Suelen pasar los días inadvertidos para Juliana. No reconocería su pie atascado en un pozo. De hacerlo, sonreiría de la forma peculiar que tiene cuando sonríe, con muecas dulces, no demasiado agresivas, distrayendo al resto de su enorme estupidez. Siempre supe que era su única habilidad. Mi don es creer que puede llegar a ser su punto débil.
También me dijo que era mi versión femenina y yo le dije que sí, que lo era. Y que por eso no nos íbamos a enamorar nunca.

“Casi sin poder moverse se arrastró hacia mí para decirme que me perdonaba. Que me quería, que me amaba y juraba nunca más irse de mi lado la muy desgraciada. ¿Cómo le iba a creer? Era impensado que en esas condiciones y después de habernos peleado con los dientes pudiera existir un momento de tregua entre nosotros. No debería haber cuestionado nada. Yo no la quería lastimar. Nunca había pensado en eso.
No hacía falta que viniera riendo con sus zapatos taconeando y a propósito. Realmente quería escucharla pero no podía poner atención en lo que estaba diciendo. Tenía unas ganas increíbles de destrozarle esa hermosa cara de una buena vez. ¿De qué otra forma podría describir la sensación que me adormece el cuerpo cuando estoy desesperado por representar de inmediato todas las escenas que se me cruzan por la cabeza? No hay lugar para que se realicen, no hay forma de escapar de ellas, no importa dónde, las ganas son insostenibles y ya es hora de que te vayas. Trampas mentales de tener navajas en los bolsillos y una sonrisa dulce en la cara”

Martín. Este chico no deja de sorprenderme, ha ordenado sus papeles otra vez. Pero ahora son menos, quince, como la mitad de treinta. Si me escuchara, estaría orgulloso… Martín, ¿qué era de vos cuando tenías quince años? ¿Y cuánto falta para que sean las doce y cuarto? ¿Y por qué nunca decimos doce y quince o una menos quince? Es una buena medida. Es un cuarto de hora. Son quince minutos de tu tiempo. En un reloj de arena no entran estas definiciones de todos modos.
En un reloj de arena entran partículas de tiempo, pero no minutos. En un reloj de arena no existen los minutos. Es el tiempo ultraconcentrado. Aunque suene a lavandina; sin embargo, en un reloj de arena el tiempo no incluye palabras ni productos de limpieza.
En un reloj de arena no hay tiempo para definir, porque las partículas son iguales o totalmente diferentes, pero nunca tienen nombres o categorías. Son perfectamente intercambiables, porque para un reloj de arena basta con que alguien esté siempre ahí para darlo vuelta cuando finalmente todas las partículas de cristal hayan pasado por el filtro. Basta con que esa persona tenga las manos libres para darlo vuelta en el momento exacto, y no basta con que sea cualquier persona. Tarde o temprano alguien se adueña del tiempo y gana el permiso para continuar girando la maquinita rudimentaria, el filtro de partículas o el countdown primitivo de su propia voluntad.

Dejá de pensar, intentalo por dos horas y recién ahí vas a poder hablar conmigo. Desvanece despacito y se hace cargo de mis actos. Se retuerce en desgracias esperando desangrarse hasta morir.
Si pudiera morir, quisiera que fuera de repente y sin dolor, pero claro, el dolor es inevitable y la muerte siempre implica un dolor eterno y profundo. Podemos imaginar que los cielos bíblicos nos acompañan en el viaje interminable hacia la realización de nuestros sueños pero es inconcebible que en el mundo de los muertos existan esos mismos sueños vivos.
Si pudiera morir, elegiría una muerte sutil y silenciosa: la mía será incolora, y por naturaleza, fiel.

Tus pantorrillas suaves y escandalosas se detuvieron hace cinco minutos. La circulación también se detuvo y lo sé. Finalmente te rendiste y quieta dejás que te siga tocando. Con mis manos o con mi boca. Es adorable ver la sombra de tu cuerpo sobre sí. Tus contornos son deliciosos, esos claroscuros determinantes y cicatrices de a ratos hacia el sur, y en tus tobillos voy recorriendo tus venas verdes, en relieve, que se ramifican hacia el pie formando imágenes macabras de mi sed. Tus dedos pequeños, los toco con el filo de mi lengua y son tan chiquitos, tan extremos, y los toco con el filo de mis deseos y tengo la navajita de afeitar a mi lado y se suceden percepciones de lujuria y explosiones de otra sed más triste. Y tengo la navajita de afeitar y te juro que no quiero pero en mi cabeza se representa el transcurrir de un hecho que todavía no ha sucedido. Y tengo la navajita de afeitar en mi cabeza acariciándote los pies, por el lado contrario del filo; te acaricio de arriba hacia abajo y creo que estás sollozando casi muda pero no te estoy haciendo ningún daño. Hasta que en un impulso de moverme de más atravieso tu epidermis entera y el sollozo es llanto y gritos y uñas que caen al piso, desgarrándose primero y dejándose salir después. Y tengo la navajita de afeitar ya cortándote los pies, en dirección norte, siguiendo el cauce de tus venas por tu circulación enferma, y el llanto también es líquido y nos movemos en el mismo medio, ¿ves? Vos no vas a dejar de llorar y yo no puedo renunciar a escribirte.
Cerrando los ojos o bajando la vista se puede escapar de lo que la imaginación guarda. Se cierran los ojos y se ve como una película para adentro, se ve al revés y en cualquier rincón. Voy moviendo los ojos con los párpados asfixiados, y aunque están cerrados, en una esquinita está la hojita de afeitar de vuelta y no me quejo porque en realidad me gustaría seguir mirando, ya degenerado, ya convencido de mis impulsos y ahora me encontraste rozando tu pierna con mi mano.

Serpentinas y papel picado, estás hecho de serpentinas y papel picado. Ayer te fui a buscar a la estación y me di cuenta que sos serpentinas y papel picado.
Martín Serpentina Y Papel Picado. Martín, ayer te dejé tres mensajes de voz y no contestaste ninguno. Antes eras como una serpentina y ahora estás hecho todo papel picado.
Plaf, cayó la noche y no viniste a cenar tampoco. Te había esperado una hora en la estación y ni si quiera pudiste venir a cenar. Qué se yo. No entiendo qué pasa con vos o conmigo, o con nosotros. La verdad es que ni con el desayuno vas a cambiar, con la cena tampoco vas a cambiar.
-Juli, no digas tonterías. Ya te expliqué como es.
-No me explicaste. Nunca me explicás. Siempre asumís que no vas a venir. Pero todavía no me cuadra que no quieras venir. Tiene que haber una razón, y no me digas que es la novela.
-Es la novela.
-Merezco una mejor explicación. Duermo en la misma cama que vos todas las noches. Al menos yo.
-¿Qué estás diciendo?
-Novela es una palabra femenina.
-No digas idioteces.
-Mejor cierro la boca, ¿no?
-Te estoy cuidando Juliana.
-No me digas Juliana.
-Te estoy cuidando, Juli.
.¿De qué?
-De nada, de todo. Te cuido porque te quiero.
-A veces creo que me querés porque me podés cuidar.
-¿Qué significa eso?
-Lo que dije.
-Explicame.
-Me querés porque necesitás cuidarme.
-No seas tarada.
-Que no sea tarada ni boluda, que no diga tonterías…
-No te enojes, dame un beso.
-No. Ví como trajiste los dedos con apósitos. Te cortaste con esas hojas que tenés desordenadas… de vuelta.
-Aunque no lo quieras ver, de alguna forma extraña sos vos la que me cuida.
-No me vas a ganar con eso.
-Ni con un beso ni con eso.
-Mejor. Solamente estaba pensando en hacerte el amor… o matarte en la cama.

Martín tenía 27 años por esos días y hacía poco que los había cumplido. Estos hombres adolescentes aún cumpliendo años no cumplen demasiadas expectativas.
Su cuerpo había crecido con el tiempo pero su alma permanecía igual que años atrás.
Afortunadamente no envejecía demasiado, sus ojos se mantenían igual de lindos y brillosos, con ese brillo del marrón café del hombre sencillo pero sensual.
“Martín, llamame.”
Una sonrisa fatal le anunciaba a este niño-hombre que iba a morir mil veces antes de llegar a ser el hombre que alguna mujer pudiera necesitar. Aunque él no se convenciera todavía de esto.
Cuando se sentaba solamente a mirar por la ventana, miles de instancias decisivas recorrían los umbrales de sus elocuencias, porque en esos momentos el desliz de una gota de lluvia no hacía la diferencia. O acaso la música de fondo era necesaria, como una máquina de coser agitándose y pinchando, y si se pinchaba el dedo sangraba dulcemente en silencio.
No podría especificar cómo llegaban las ideas a él o si las ideas jugaban en sus manos. Sólo se puede afirmar que era un vaivén de inspiraciones. Aún cuando no sabía de donde agarrarse para continuar con ese párrafo endemoniado. Era tan difícil salirse del personaje, ¿Acaso creía en él? ¿Creía que podía crear un monstruo y deshacerse en él como si nada? No se quitaba esa idea de la cabeza, no podía extirpar ideas insensatas.
Estaba todo enmarañado. En su casa un santuario se alzaba junto al dormitorio. El santuario de su inconciencia. Aunque empujara todo al carajo, el momento de reflexión no llegaría nunca.
En su cara se veía la rendición alumbrando los papeles que seguían tirados. Nada de lo que había escrito iba a ningún lugar, era pura contradicción y ahora él mismo se había convertido en el escritor errante.
Sí, podía sentarse en su silla, sí podía tirarse en su cama, pero los lugares nunca lo iban a reconocer como antes.
Sus posiciones nunca cambiaban. Se recostaba para apoyar la mano derecha justo bajo su mentón. Era una experiencia cóncava-convexa, sumamente angular como su nariz que cortaba la frente en una línea perfecta, apenas curvándose en las cejas. Tenía un rostro dulce, como de revista o caramelo. Y la pregunta cortándolo en dos ¿Qué hacía con Juliana? Estaban como una máscara, sin entender por qué el corazón no podía ser el reposo de sus deseos.
Tampoco podía ponerse de acuerdo sobre cuándo se había enamorado realmente. Con Juliana no le había pasado. La quería, sí. La quería entre sus piernas o acariciándole la verga pero no la quería para charlar, pensamientos horribles se le cruzaban cada vez que asomaba sentir algo por Juliana; sólo le gustaba tener sexo con ella, y era tan enfermiza la forma en que cuadraba la situación para él que no se detenía: la iba a buscar y la cogía con todas sus fuerzas. Sí, la quería como se quiere a una pareja, a la persona con la que dormís o no dormís. El amor, definitivamente no se hacía en su cama. Cuando pensaba en que a veces le gustaba estar con otras mujeres, se le agitaban los ojitos como jugueteando un poco y después caía en la tierra. Si tenía a Juliana, esa artesana del sexo. Las otras, ¿Para qué? No había amor en ellas tampoco pero el odio es una palabra engañosa cuando no se encuentra otra definición más que esta, que no odiaba para amar y no amaba pero había odio chorreante por toda su piel.

El hombre en la nuez (Parte II)

Sara, su segunda novia lo sabía bien. Cuando él tenía veinte lo había conquistado. Realmente ella lo había conquistado a él. Sin sexualidad o erotismo alguno. Era simple. Una mujer simple. No necesitaba grandes halagos para sobrevivir a su autoestima pero, sobrevivía.

Era una mujer quieta. Te miraba y en serio, no salía una palabra de su boca. Podía quedarse horas casi tiesa, como un reloj a cuerda, hasta que alguien la saludara y le preguntara si estaba bien.

A Sara la había conocido en una fiesta de cumpleaños. Era viernes a la tarde y ella estaba sentada en una silla al lado de la mesa donde se habían reunido todos a charlar sobre nada en particular. Ella estaba… quieta. Miraba al frente, sus rodillas acompañando su ridícula dureza, su espalda recta, nada de encorvarse. Tenía una musculosa rosada, un collar de perlas y una pollera beige hasta las rodillas que hacían juego con las sandalias. El pelo lacio y de corte recto era la culminación de su orden perfecto exterior y seguramente caos interno. No era evangelista. Era tan insulsa nada más.

La ropa boba y quieta lo habían distraído un poco, Martín vaciló bastante antes de notar que realmente ella era muy linda. Nariz repingada, labios finos y mentón alto, frente no muy amplia, cejas bonitas. Ligeramente cuadrada, flaca pero cuadrada. Recta, quieta, cuadrada, salida de un renglón sin regla, era la excepción de sus caderas ausentes, de sus pechos inexistentes… tenía un cuerpo tan infantil.

Debo decir que la primera vez que la ví la miré con un aire tan desafiante que hasta le razgué la ropa. Esa ropa fea y horrible, ¿cómo podía haber estado con esa mujer? ¡Por dios! Se había tornado tan molesta. Hasta que inevitablemente el día en que ya no podíamos ocultarnos más, llegó, irrefutable.

Es que realmente no debía haber ido a su casa esa noche, pero menos mal que sí. Yo no podía evitar el querer ver a Martín a la hora que fuera, el día que fuese, en donde él quisiera. Mi casa podría ser aburrida. ¿Qué se busca cuando se corre hacia el peligro inminente? No lo sé realmente, pero algo raro estaba sucediendo.

“Juli, no hay nadie. Vení.” Malditos mensajes de texto. No hizo falta contestarlo. Ya estaba ahí, en su casa. Tenía una casa muy ordenada, seguramente por el fanatismo insoportable de Sara.

Inevitablemente fui. Traté que fuese como en las películas, pero me equivoqué. Porque me abalancé contra él en la puerta, con besos malcriados e inmaduros. Me miró a la cara y me dijo “acá no.”

Entonces entramos y la cinta empezó a rodar.

Siempre quise sentir que yo era la actriz y él, el pobre personaje secundario que se dejaba dominar por mí. Y definitivamente conocía las formas que le hacían erizar hasta el último pelo. Como conocer un punto G, el suyo era el punto M. Tan narcisista. Él tiraba de mí, pero yo lo había inducido. Él me hacía gritar, pero yo gritaba porque quería. Él me dejaba de tocar, pero porque yo me había cansado antes.

Él dejó de quererme… el día que no lo quise más.

Seguramente terminó con Sara cuando ella vio los mensajes que me mandaba, y en realidad ella ya sabía lo que estaba pasando. Tenía que saberlo. Me lo dejó envuelto como un regalo. La evidencia estaba en su propia cama, por el amor de dios. Bastaba con oler las sábanas o mirar un poco de cerca, tanto perfume a infidelidad.

¿Me había convertido en una musa de la literatura? Ya para cuando vivíamos juntos, sabía que le gustaba pensar que todavía estábamos haciendo algo prohibido.

Sabores dulces, brillantes. Le gustaba sentir que era difícil llegar a mí. A veces lo lograba. Nunca lo supo realmente.

Porque Marín era una persona muy compleja. La desesperación del encierro a veces lo alejaba de mí y se encendía una llamita de rencor por las paredes, inevitables puñetazos luego y enojos por las dudas.

Nadie tenía la culpa de que necesitara otro aire por momentos. La respiración es un acto mecánico, pero él ya conocía el camino de ida y vuelta, memorizando el tiempo que tardaba el oxígeno hasta llegar a sus pulmones y alvéolos, pero en sus relojes no se medía porque no había espacio para menos de dos segundos.

Con suerte encontraría a sus personajes en el parque, allá donde la gente pasaba o se sentaba como él.

Así que fue, de imprevisto. Pudo sentarse en el borde de un banco sin espantar a ningún pájaro. A él le gustaban los pájaros o cualquier ser con alas. Las alas de una mariposa, de una paloma, de una polilla o de un libro cuando es lanzado al cielo y cae abierto con sus tantas hojas-hélices.
Martín estaba buscando un personaje y cuando lo encontrara seguramente lo sabría.

Sabía que dos días atrás había estado yendo al mismo parque a la misma hora, buscando una intersección entre él y alguna persona más en el espacio y el tiempo.

Conocía todas las situaciones posibles.

Y a las cinco y cuarto pasaría la joven estudiante.

Bastante alta para sus dieciséis, un metro setenta y dos, cincuenta y siete kilos, morena, cabello ondulado y dedos largos. Cincurferencias en sus extremos, semi-circunferencias en su boca y almendras por mirada, nada de fosas y agujeros o ventanas.

La intención fue ir a esperar, pero llegó tarde y ahí estaba Martín esperándola a ella.

Martín causaba en las mujeres un deseo de ir a donde sea a esperarlo, como si hubiera sido un sueño cumplido o una ropa de oferta, pero irremediablemente sucedía. Con una, con la otra. Era tan fácil.

Y Lena era un pompón. Esterilizado, de algodón, empaquetado sin abrir, estaba para salir del botiquín y ya.

Lena, hermosa, niña de jueves a la tarde, viernes a la noche y sábados a la mañana.

Lena, lengua escandalosa, palabras filosas y manos fugaces.

Lena, miedosa, intrépida, adolescente de los dieciséis, ¿por qué fuiste a la plaza y llegaste a las seis menos diez?

-Porque me quedé charlando con unas amigas.

-Te estuve esperando.

-Lo sé, perdoname. ¿Vamos?

Fueron. En el parque no es preciso.

Lana era muy parecida a su amor de la secundaria, era tan parecida. El inconciente definitivamente funciona por mecanismos de asociaciones libres. Así lo veía Martín.

“Haciendo caminos en el aire, en las paredes, sin dejar que el azar marque las pisadas, sin dejar que mi puñal se entierre en el suspiro.
Sólo para que tus dedos me recorran al compás del latir de mi sangre, de tus imperfecciones montañosas de cliff en el océano y volcán en la mente. Así las ilusiones se deshacen. Qué loca manía de mordeme los labios y tragarme deseos que Freud no comprende.”

Y en el auto rojo. ¿Qué sentía al subirse al auto de ese hombre adulto, mucho más mayor que ella, que usaba hasta cinturón y camisa adentro del pantalón?

¿Qué la llevó hasta la plaza si no fue un deseo de suplicar un amor que nunca llegaría? No le había dicho a nadie.

Se habían hecho las diez y veintiocho y todavía pasaba gente caminando por la vereda. Ellos lo sabían y eran discretos: cada tanto él asomaba la cabeza sobre ella para confirmar que sí, que la gente miraba en silencio, y como el auto no tenía vidrios polarizados por delante, había que ser precavidos e improvisar. Sin embargo, Lena se llevaba todos los premios, esta precoz reina de las improvisaciones, en esa noche, por primera vez completamente cubierta por el perfume de un hombre. Debía fingir y bastante sabía ya. Era buena actuando, haciendo de cuenta que sí sabía lo que iba a hacer, tanto que llegaba a creer que manos tan sucias la habían tocado antes de la misma forma y que solamente debía recordar los movimientos procurando no perder el ritmo.

Me encantan las chicas chicas. No, ahí no faltó ninguna coma: las chicas jóvenes. Si tienen menos de veintidós años, mejor. Con ellas es diferente. Todos los mundos que creí posibles años atrás, en ellas son verdaderos, a partir de ellas renacen mis ganas de ser y de hacer sueños en sus manos, en sus suaves pies, con sus pechos y sus ombligos, delicados y sin arrugas. En ellas todo es posible. Puedo ser lo que nunca fui, porque en ellas soy lo que nunca seré: Un hombre libre al fin.

Yo lo sabía. A esta altura debía saberlo. Es decir, me dejó de querer en el momento en que fui suya realmente. Con un revolver cargado, apuntando a su cabeza, él lo sabía. Era un demonio adorable, era hielo derretido, chorreando gotas de sudor que con gusto iba a secar.

He stares at her.

-Sentate, hay lunas rodeándonos.

-Se regocijan al vernos

-Al verte. Divina en la sombra, hermosa a la luz del farol de noche.

-Esta noche.

-Esta noche prometo vencerte. Tus palabras ya son las mías.

-No soy tuya por completo.

-Digamos que de a ratos, sí. De a momentos, cuando me mirás con una sonrisa asomándose en tu boca y de repente bajás la vista.

-¿Todavía me querés?

-Te quise mucho, ¿sabías?

-Conozco de amor y desaciertos, sí.

-Y de melodías partidas o decapitadas.

-Vos las encendías.

-Tenían un ritmo hermoso, por cierto.

-Yo te observaba.

-Como ahora.

-Tus dedos están muy fríos.

-Los míos no.

-Dejémonos de endurecernos con palabras falsas.

-Y hablo en serio.

-No. Tengo algunas cosas para decirte. Puedo empezar por relatarte la misma historia de siempre o al revés.

-Seguí, yo te escucho.

-Quiero que me leas tu novela.

-Es que no está terminada.

-Leé hasta donde tengas.

-Ni un capítulo entero.

-No me importa.


“Quiero leerte y escucharte, quiero tocarte y deshacerte. Geniales figuras las de las mujeres, experimentos perfectos al primer intento, sin hipótesis refutadas, sin conclusiones incompletas, sin trabalenguas de enciclopedia…”


-Ahí.


(Pobre Martín)


-Seguí hasta la página ocho.


“Entré en su habitación y la vi indefensa como siempre, desnuda como siempre, hermosa como siempre. Tenía las navajas limpias y filosas. Era hora ya de enterrárselas en los ojos o en la boca. ¿Por dónde empezar? Era toda irresistible, era tan cortable y maleable. Por los pies…”

-Tus manos.

-Esto va a terminar mal.

-No hables..

-Pero, Juli. Yo. A vos.

Te quiero.

-Esto está todo mal.

El olor de tus manos, perfume de virgen. Aqueroso. Animal.

-Es olor a sangre.

-Vas a hacer que quiera pegarte

-Y yo que te quería besar.

Un susurro al oído y ya era todo mío. Quién hubiera dicho que iba a ser yo la que finalmente dio vuelta su reloj de arena. Quién hubiera dicho que fui yo finalmente la que lo tiró contra la pared, la que vio caer grano por grano el orgullo de este niño-hombre-enfurecido, ¿quién lo hubiera sabido?

La historia de Martín empieza cuando él pudo terminar de escribir.

Te seduce sin dinero. Te destroza el corazón. Te corta con sus navajitas de afeitar y cuando te enojás, se enloquece por hacerte el amor.

Y por salir desde adentro hacia fuera, sin manos ni lápices, salir desde conexiones neuronales hasta centrales nerviosas, impulsos eléctricos, un infinito hacia la luz de la calle, ver por última vez los autos pasar, la gente pasar, las mujeres pasar…

“Sin impertérrito, pero casi inmóvil se desprendió de la soga para saltar finalmente al abismo de sus ilusiones más ocultas. No había retorno, el destino tiene un solo nombre y si no lo aceptaba lo terminaría nombrando irremediablemente.”

Porque para él, desde tan alto, el infinito fue eterno.

sábado, 1 de agosto de 2009

Tormenta cerebral




Me gusta escucharte hablar, bueno, un poco cuando se apodera de tu inconciente un sabor a hierro, como si fuera sangre, sal y miel. Hablar de vos es reducir mi léxico en un noventa por ciento menos.
Hablar de vos es como comerme una manzana empezando por el cabito, arrancándolo con los dientes para luego chocarme con las semillas.


Una lista de las cosas que quiero me traiciona en el primer ítem.

Fácil, la mente sobrecargada de imposiciones a la hora de ir a tomar el té. Veamos un poco de tele, vamos, algo debe haber.

Una lista de las cosas que quiero me reta en el primer ítem.


Estamparte contra la pared al mirarte es lo que quiero realmente, pero esas cosas no me salen. En realidad hay varias cosas que “no me salen”, pero para qué decirlas, librémoslas a la imaginación.





Los recovecos neuronales no aceptan medias tintas. Tu materia gris está dividida en sectores de negro y blanco, contrapuestos, como pinceladas yuxtapuestas del impresionismo, dando sensación de gris mediano, pero vamos, sabemos que no. Es un espejismo macabro, un ritual pagano de la racionalización infantil. Porque cuando te pregunto por qué hacés esas cosas, es sencillamente un truco del porvenir que sepas que no me va a interesar qué es lo que digas.




En días como estos, de luz brillante y aplanadora, pienso que a veces podríamos vernos sin cruzar palabra y ser felices. El problema es que no te veo, las palabras que cruzamos son ficticias y la felicidad no es algo en que creemos.