viernes, 28 de agosto de 2009

El hombre en la nuez (Parte II)

Sara, su segunda novia lo sabía bien. Cuando él tenía veinte lo había conquistado. Realmente ella lo había conquistado a él. Sin sexualidad o erotismo alguno. Era simple. Una mujer simple. No necesitaba grandes halagos para sobrevivir a su autoestima pero, sobrevivía.

Era una mujer quieta. Te miraba y en serio, no salía una palabra de su boca. Podía quedarse horas casi tiesa, como un reloj a cuerda, hasta que alguien la saludara y le preguntara si estaba bien.

A Sara la había conocido en una fiesta de cumpleaños. Era viernes a la tarde y ella estaba sentada en una silla al lado de la mesa donde se habían reunido todos a charlar sobre nada en particular. Ella estaba… quieta. Miraba al frente, sus rodillas acompañando su ridícula dureza, su espalda recta, nada de encorvarse. Tenía una musculosa rosada, un collar de perlas y una pollera beige hasta las rodillas que hacían juego con las sandalias. El pelo lacio y de corte recto era la culminación de su orden perfecto exterior y seguramente caos interno. No era evangelista. Era tan insulsa nada más.

La ropa boba y quieta lo habían distraído un poco, Martín vaciló bastante antes de notar que realmente ella era muy linda. Nariz repingada, labios finos y mentón alto, frente no muy amplia, cejas bonitas. Ligeramente cuadrada, flaca pero cuadrada. Recta, quieta, cuadrada, salida de un renglón sin regla, era la excepción de sus caderas ausentes, de sus pechos inexistentes… tenía un cuerpo tan infantil.

Debo decir que la primera vez que la ví la miré con un aire tan desafiante que hasta le razgué la ropa. Esa ropa fea y horrible, ¿cómo podía haber estado con esa mujer? ¡Por dios! Se había tornado tan molesta. Hasta que inevitablemente el día en que ya no podíamos ocultarnos más, llegó, irrefutable.

Es que realmente no debía haber ido a su casa esa noche, pero menos mal que sí. Yo no podía evitar el querer ver a Martín a la hora que fuera, el día que fuese, en donde él quisiera. Mi casa podría ser aburrida. ¿Qué se busca cuando se corre hacia el peligro inminente? No lo sé realmente, pero algo raro estaba sucediendo.

“Juli, no hay nadie. Vení.” Malditos mensajes de texto. No hizo falta contestarlo. Ya estaba ahí, en su casa. Tenía una casa muy ordenada, seguramente por el fanatismo insoportable de Sara.

Inevitablemente fui. Traté que fuese como en las películas, pero me equivoqué. Porque me abalancé contra él en la puerta, con besos malcriados e inmaduros. Me miró a la cara y me dijo “acá no.”

Entonces entramos y la cinta empezó a rodar.

Siempre quise sentir que yo era la actriz y él, el pobre personaje secundario que se dejaba dominar por mí. Y definitivamente conocía las formas que le hacían erizar hasta el último pelo. Como conocer un punto G, el suyo era el punto M. Tan narcisista. Él tiraba de mí, pero yo lo había inducido. Él me hacía gritar, pero yo gritaba porque quería. Él me dejaba de tocar, pero porque yo me había cansado antes.

Él dejó de quererme… el día que no lo quise más.

Seguramente terminó con Sara cuando ella vio los mensajes que me mandaba, y en realidad ella ya sabía lo que estaba pasando. Tenía que saberlo. Me lo dejó envuelto como un regalo. La evidencia estaba en su propia cama, por el amor de dios. Bastaba con oler las sábanas o mirar un poco de cerca, tanto perfume a infidelidad.

¿Me había convertido en una musa de la literatura? Ya para cuando vivíamos juntos, sabía que le gustaba pensar que todavía estábamos haciendo algo prohibido.

Sabores dulces, brillantes. Le gustaba sentir que era difícil llegar a mí. A veces lo lograba. Nunca lo supo realmente.

Porque Marín era una persona muy compleja. La desesperación del encierro a veces lo alejaba de mí y se encendía una llamita de rencor por las paredes, inevitables puñetazos luego y enojos por las dudas.

Nadie tenía la culpa de que necesitara otro aire por momentos. La respiración es un acto mecánico, pero él ya conocía el camino de ida y vuelta, memorizando el tiempo que tardaba el oxígeno hasta llegar a sus pulmones y alvéolos, pero en sus relojes no se medía porque no había espacio para menos de dos segundos.

Con suerte encontraría a sus personajes en el parque, allá donde la gente pasaba o se sentaba como él.

Así que fue, de imprevisto. Pudo sentarse en el borde de un banco sin espantar a ningún pájaro. A él le gustaban los pájaros o cualquier ser con alas. Las alas de una mariposa, de una paloma, de una polilla o de un libro cuando es lanzado al cielo y cae abierto con sus tantas hojas-hélices.
Martín estaba buscando un personaje y cuando lo encontrara seguramente lo sabría.

Sabía que dos días atrás había estado yendo al mismo parque a la misma hora, buscando una intersección entre él y alguna persona más en el espacio y el tiempo.

Conocía todas las situaciones posibles.

Y a las cinco y cuarto pasaría la joven estudiante.

Bastante alta para sus dieciséis, un metro setenta y dos, cincuenta y siete kilos, morena, cabello ondulado y dedos largos. Cincurferencias en sus extremos, semi-circunferencias en su boca y almendras por mirada, nada de fosas y agujeros o ventanas.

La intención fue ir a esperar, pero llegó tarde y ahí estaba Martín esperándola a ella.

Martín causaba en las mujeres un deseo de ir a donde sea a esperarlo, como si hubiera sido un sueño cumplido o una ropa de oferta, pero irremediablemente sucedía. Con una, con la otra. Era tan fácil.

Y Lena era un pompón. Esterilizado, de algodón, empaquetado sin abrir, estaba para salir del botiquín y ya.

Lena, hermosa, niña de jueves a la tarde, viernes a la noche y sábados a la mañana.

Lena, lengua escandalosa, palabras filosas y manos fugaces.

Lena, miedosa, intrépida, adolescente de los dieciséis, ¿por qué fuiste a la plaza y llegaste a las seis menos diez?

-Porque me quedé charlando con unas amigas.

-Te estuve esperando.

-Lo sé, perdoname. ¿Vamos?

Fueron. En el parque no es preciso.

Lana era muy parecida a su amor de la secundaria, era tan parecida. El inconciente definitivamente funciona por mecanismos de asociaciones libres. Así lo veía Martín.

“Haciendo caminos en el aire, en las paredes, sin dejar que el azar marque las pisadas, sin dejar que mi puñal se entierre en el suspiro.
Sólo para que tus dedos me recorran al compás del latir de mi sangre, de tus imperfecciones montañosas de cliff en el océano y volcán en la mente. Así las ilusiones se deshacen. Qué loca manía de mordeme los labios y tragarme deseos que Freud no comprende.”

Y en el auto rojo. ¿Qué sentía al subirse al auto de ese hombre adulto, mucho más mayor que ella, que usaba hasta cinturón y camisa adentro del pantalón?

¿Qué la llevó hasta la plaza si no fue un deseo de suplicar un amor que nunca llegaría? No le había dicho a nadie.

Se habían hecho las diez y veintiocho y todavía pasaba gente caminando por la vereda. Ellos lo sabían y eran discretos: cada tanto él asomaba la cabeza sobre ella para confirmar que sí, que la gente miraba en silencio, y como el auto no tenía vidrios polarizados por delante, había que ser precavidos e improvisar. Sin embargo, Lena se llevaba todos los premios, esta precoz reina de las improvisaciones, en esa noche, por primera vez completamente cubierta por el perfume de un hombre. Debía fingir y bastante sabía ya. Era buena actuando, haciendo de cuenta que sí sabía lo que iba a hacer, tanto que llegaba a creer que manos tan sucias la habían tocado antes de la misma forma y que solamente debía recordar los movimientos procurando no perder el ritmo.

Me encantan las chicas chicas. No, ahí no faltó ninguna coma: las chicas jóvenes. Si tienen menos de veintidós años, mejor. Con ellas es diferente. Todos los mundos que creí posibles años atrás, en ellas son verdaderos, a partir de ellas renacen mis ganas de ser y de hacer sueños en sus manos, en sus suaves pies, con sus pechos y sus ombligos, delicados y sin arrugas. En ellas todo es posible. Puedo ser lo que nunca fui, porque en ellas soy lo que nunca seré: Un hombre libre al fin.

Yo lo sabía. A esta altura debía saberlo. Es decir, me dejó de querer en el momento en que fui suya realmente. Con un revolver cargado, apuntando a su cabeza, él lo sabía. Era un demonio adorable, era hielo derretido, chorreando gotas de sudor que con gusto iba a secar.

He stares at her.

-Sentate, hay lunas rodeándonos.

-Se regocijan al vernos

-Al verte. Divina en la sombra, hermosa a la luz del farol de noche.

-Esta noche.

-Esta noche prometo vencerte. Tus palabras ya son las mías.

-No soy tuya por completo.

-Digamos que de a ratos, sí. De a momentos, cuando me mirás con una sonrisa asomándose en tu boca y de repente bajás la vista.

-¿Todavía me querés?

-Te quise mucho, ¿sabías?

-Conozco de amor y desaciertos, sí.

-Y de melodías partidas o decapitadas.

-Vos las encendías.

-Tenían un ritmo hermoso, por cierto.

-Yo te observaba.

-Como ahora.

-Tus dedos están muy fríos.

-Los míos no.

-Dejémonos de endurecernos con palabras falsas.

-Y hablo en serio.

-No. Tengo algunas cosas para decirte. Puedo empezar por relatarte la misma historia de siempre o al revés.

-Seguí, yo te escucho.

-Quiero que me leas tu novela.

-Es que no está terminada.

-Leé hasta donde tengas.

-Ni un capítulo entero.

-No me importa.


“Quiero leerte y escucharte, quiero tocarte y deshacerte. Geniales figuras las de las mujeres, experimentos perfectos al primer intento, sin hipótesis refutadas, sin conclusiones incompletas, sin trabalenguas de enciclopedia…”


-Ahí.


(Pobre Martín)


-Seguí hasta la página ocho.


“Entré en su habitación y la vi indefensa como siempre, desnuda como siempre, hermosa como siempre. Tenía las navajas limpias y filosas. Era hora ya de enterrárselas en los ojos o en la boca. ¿Por dónde empezar? Era toda irresistible, era tan cortable y maleable. Por los pies…”

-Tus manos.

-Esto va a terminar mal.

-No hables..

-Pero, Juli. Yo. A vos.

Te quiero.

-Esto está todo mal.

El olor de tus manos, perfume de virgen. Aqueroso. Animal.

-Es olor a sangre.

-Vas a hacer que quiera pegarte

-Y yo que te quería besar.

Un susurro al oído y ya era todo mío. Quién hubiera dicho que iba a ser yo la que finalmente dio vuelta su reloj de arena. Quién hubiera dicho que fui yo finalmente la que lo tiró contra la pared, la que vio caer grano por grano el orgullo de este niño-hombre-enfurecido, ¿quién lo hubiera sabido?

La historia de Martín empieza cuando él pudo terminar de escribir.

Te seduce sin dinero. Te destroza el corazón. Te corta con sus navajitas de afeitar y cuando te enojás, se enloquece por hacerte el amor.

Y por salir desde adentro hacia fuera, sin manos ni lápices, salir desde conexiones neuronales hasta centrales nerviosas, impulsos eléctricos, un infinito hacia la luz de la calle, ver por última vez los autos pasar, la gente pasar, las mujeres pasar…

“Sin impertérrito, pero casi inmóvil se desprendió de la soga para saltar finalmente al abismo de sus ilusiones más ocultas. No había retorno, el destino tiene un solo nombre y si no lo aceptaba lo terminaría nombrando irremediablemente.”

Porque para él, desde tan alto, el infinito fue eterno.

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