Nunca hubo bibliotecas en mi casa,
ni libros apilados en las mesas
ni colecciones de obras colgadas en paredes enduidas.
En verdad, mi infancia transcurrió en una casa
que, como le decíamos
se parecía más a una caja de zapatos
y siempre con la mudanza inminente,
con todo a cuestas,
estaban los libros guardados también en cajas.
A veces buscaba distracciones
y encontraba libros
del magisterio que estudió mamá
de los viajes en barco de papá
y esos no tenían tiempo ni dueño.
Estaban.
Los libros estaban, aparecían entre hojas
o frazadas.
Yo me metía en la caja grandota
que había sido de un lavarropas
y que ahora tenía papeles y libros
y la caja era apenas más baja
que mi pelo atado con dos colitas y lienzos,
y revolvía todo y buscaba,
no sé bien por qué.
Nunca hubo bibliotecas en mi casa,
ni viajes a Europa
ni muebles heredados antiguos.
Sí hubo un televisor viejo de segunda mano
y cajas.
Muchas cajas.
Un día, encontré dos tomos grandotes
de papel.
Dos Quijotes.
Otro día, un papel bordó con nenitas
que envolvía
un Martín Fierro.
Mi mamá me insistía en que los leyera,
eran sus libros del magisterio,
y mi papá me decía que un tal Saer,
que escribía como yo.
Nunca supe de dónde emergía
ese gusto literario
ese placer de la lectura
si en mi casa nunca hubo bibliotecas.
Si siempre hablábamos de libros
pero nunca veía los libros,
sólo a veces.
Si los cuentos eran cuentos de hadas
y la literatura era un misterio de grandes,
si las historias de barcos estaban en las charlas con mi padre marinero,
las historias de provincia en los relatos de una abuela,
los partidos de izquierda en los domingos del almuerzo
cuando venía mi abuelo de izquierda,
en el amigo de mi abuelo de izquierda, que también era zurdo
y había estado en la selva,
con el Che,
y con los indios.
Se llamaba Ortega, le decíamos
El Indio
porque todas sus conversaciones comenzaban diciendo
"El problema de los indios..."
Ortega conocía también a mi tía Teresa,
lectora de Agatha Christie,
que a su vez estaba casada con Ernesto, el tío
que en su vida leyó un libro
pero contaba las mejores anécdotas de ciudad.
Nunca hubo bibliotecas en mi casa
ni en las de mis abuelos
o de mis tíos.
Pero historias y libros
siempre estaban las historias y los pocos libros
apilados en la mesa
guardados en cajas
sosteniendo la historia del adornito de Nefertiti
que había traído mi papá de Egipto
que había comprado en un viaje con su sueldito de marinero.
Pero la historia del viaje por el mundo no estaba en ningún libro.
La historia de la guerra en barco a Malvinas no estaba en ningún libro.
La historia del partido comunista no estaba en ningún libro.
La historia del estudiante de la ESMA durante la dictadura no estaba en ningún libro.
La historia del calabozo y la comida de mi abuela por la reja no estaba en ningún libro.
La historia de la hermana de la tía que había quedado monja en el convento no estaba en ningún libro.
La historia del amor adolescente de mi madre no estaba en ningún libro,
los sueños en los que a mi abuelo le martillaban la cabeza
o le sacaban los ojos, como a sus amigos, menos.
La historia del peronismo no estaba en ningún libro.
La historia del arte tampoco.
En mi casa nunca hubo bibliotecas,
sólo algunos libros en cajas
o en la mesa,
pero historias
tengo bocha.