Tiqui, tiqui, tiqui… Recién pasó una hora de clase, pero escucho esta convocatoria y se me vienen en cascada, desde un salto neuronal, algunas preguntas irrelevantes.
Buenas tardes, chicos, somos de la agrupación “Resucitación Guevarista” y los convocamos a la marcha que hacemos mañana a las cinco de la tarde en apoyo a los trabajadores de la fábrica de embutidos “El salamincito cordobés”, y en repudio a las medidas tomadas por el gobierno que claramente nos afectan a todos. Salimos desde la puerta de la facultad, a las cinco, reitero, para marchar hasta la 9 de Julio.
¿De qué me está hablando? ¿El salamincito cordobés? Para nada, no te estoy prestando una gota de atención. Creo. Porque escuché ya tres veces el mismo anuncio y sé que no voy a ir a esa marcha, que es la misma de la semana pasada, pero que es mañana. Aunque sí te estoy prestando atención. Me retracto, sí, mucha atención. Te veo cara conocida y empiezo a dudar.
En realidad, veo caras iguales todo el tiempo, con una barba tan particular, y esas alpargatas que nos remontan al primer plan quinquenal. ¿Pero sabés que sos un poquito distinto al resto? Te veo enfrente de unas doscientas personas, hablando sin problemas, repitiendo las mismas palabras semana tras semana con la misma consigna, y me pregunto si sabías que no te estaba escuchando, pero que sí despertaste mi interés.
Sos el paquete bohemio por excelencia, hecho de harapos y papel maché de páginas recortadas de libros y manifiestos comunistas, y seguramente saltaste rayuelas en tu adolescencia también, escuchaste a Charly en algún momento de tu vida, y te armaste un uno, Hernán, antes de entrar a este aula que huele a campo.
Bueno, ¿preguntas? ¿Dudas? ¿Nada? Chicos, nos vemos mañana. Gracias profesor.
Hay un momento en todo anuncio político, durante la clase, en que a uno se le despiertan miles de preguntas para hacer, uno se imagina masacrando al pobre pibe que apenas está comunicando algo, que no sabe muy bien por qué lo está haciendo, pero que va igual, acompañado de otros tres hippies a poner su voz al servicio de la militancia. De igual forma, uno se ve a sí mismo levantándose con las mil preguntas convertidas en jabalinas, y tirándoselas desde lo más alto del aula, que es donde uno se sienta al mediodía para poder almorzar.
A falta de jabalinas, miro mi empanada fría, media ahuecada, y de espinaca, que me está empezando a dar náuseas. Entonces me voy.
Camino al subte pienso en mañana, que es mi día libre, que no curso materias, que no me imagino estudiando, y que es obvio que no pienso desperdiciar yendo a una marcha por los derechos del salamín. Repienso el mañana, que es mi día libre, que no curso materias, que no me imagino estudiando, y que es obvio que no pienso desperdiciar…
Porque de él no recuerdo su cara, no sé si sus labios eran lindos, ni si su pelo estaba ordenado, si tenía tatuajes o si llevaba aritos. Pudo haber sido cualquiera. Ahí todos son cualquiera. Todos son diferentes, sí, pero todos son cualquiera.
Podemos describir a uno mirando al otro. Podemos describir a los otros mirándonos a nosotros mismos, pero claro, eso cuesta el doble. Podemos mirarnos reflejados como en espejo sabiendo que su izquierda, de mi lado sigue siendo izquierda por regla. Aunque esa regla se rija sólo por reflejo.
Y el tiempo emprende su rescate mágico. Pasaban las horas sin destino aparente, pero con un fin siniestro y un método seguro. El tormento, la ansiedad, el abrir y cerrar la heladera, el ir y venir del baño a la computadora.
Por eso el poder del inconsciente sobre uno es incomparable. Somatizamos, reímos, repetimos y lloramos. Todo en cuestión de minutos cambia, todo se revierte, todo se olvida y todo se estanca. Todo va a parar a ese sótano. Y como nuestros mejores sueños de cuando éramos niños, nos vemos un poco más creciditos y asquerosos, al sentirnos libres de movernos por la ciudad, pero con el terror de saber que cada paso está tibiamente calculado, y no hay forma de escaparle al destino que hemos dejado construir para nosotros.
Me pregunto dónde quedó el coraje que tenía a los nueve, cuando me subía a los árboles y encontraba ciudades ocultas entre los follajes.
La ironía de la vida es esa, supongo. Por cada año que superamos victoriosos, se revierten en espejo nuestras cualidades. Por cada vez que miramos atrás, perdemos una habilidad nueva y una fuerza para seguir. Por cada minuto que dudamos, perdemos una oportunidad de ser personas, pero lo hacemos con tranquilidad, porque nos ganamos ciudadanos del mundo.
Cuando tenía nueve, por cada vez que dudaba, me encontraba con otras rutas de barro y zanjas llenas de verdín.
Cuando tenía diecinueve, por cada vez que dudaba, me encontraba con otra tarea que iba a tener que cumplir.
Así que, si tuviera nueve, iría sin pensarlo. Iría a marchar por los derechos de los trabajadores de todos los fiambres si fuera necesario. Sin un fin, sin necesitar un fin, sin querer ver una causa o una consecuencia. Sin quitarme estas cuerdas vocales que hablan para adentro y me dicen, idiota, nómade, andá.
Voz interior, lo lograste. Me convenciste por última vez.
Son las cuatro y media y estoy un poco retrasada. Siento la necesidad de ponerme los auriculares en los oídos, pero tengo un mp3 que se quedó sin energía. Mi intento de no sentirme sola se desmorona, y la intención de llegar puntal, fue solamente una intención, ya sabía que iba a llegar tarde.
Ya en el subte iba, sentada por suerte, con la esperanza de cruzarte. Pero no, por lo que caminé las cinco cuadras hasta el punto de encuentro, y deduje que me ibas a estar esperando. No te podías ir sin mí, de ninguna manera. Con el alivio de saberlo, desaceleré mis pasos y noté que las hojas caídas me estaban acompañando. Eran esas mismas hojas que las de antes, las hojas que flotaban y no a causa del viento, que me envolvían y llevaban a los mundos infinitos, a los mundos posibles, y a los imposibles también.
Entonces llegué, enardecida por el sólo pensar en que te iba a ver, y que te iba a reconocer, porque en mi mundo sólo te pude haber inventado yo. Así que recorrí esa cuadra entre la multitud, buscando tu cara, y cara por cara observé sus rasgos hasta que te vi y supe que eras vos. Al principió costó un poco, en frente de una puerta habían al menos cinco personas que parecían gemelos idénticos, o bombones con el mismo papel brillante. Hasta que vi a alguien, me detuve a mirar mejor y supe que eras vos. Lo sabía porque mi instinto reconoce a mi par. Aprendí a darme cuenta cuando me veo reflejada en retinas que no son las mías. Y lo supe porque finalmente pude sentirte cerca, mío, irrepetible.
También sé que al verte desde mí hacia fuera, vos me reconociste en seguida. Entonces jugamos al cíclope, ¿no? Y nos descubrimos. Nos cortejamos desde un yo que era un tú y que era el mismo yo.
Sabiéndonos iguales, caminamos sin decir una palabra, ni si quiera un saludo. Pasaron cámaras de televisión que registraron momentos claves y hubo entrevistas de diferentes emisoras de radio, pero puedo dar fe de que no existe medio de comunicación más efectivo que el que descubrimos al mirarnos, recolectando una instantánea de cada recuerdo, que para nosotros fue siempre el próximo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
3 comentarios:
cuando estaba en el partido hablabamos del amor socialista.
nop.
no existe.
Ella dijo : All you need is pop.
muy bueno!
Publicar un comentario