Cuando era muy chica hablaba mucho con mi papá, más que ahora. Él tenía problemas para dormir, no dormía nunca. Se iba a la cama tarde, o se quedaba en la cocina y yo lo acompañaba. Mi viejo es un tipo misterioso, siempre supe que guardaba secretos pero en la superficie de lo habitable por los recuerdos. Hablábamos por las noches. Él se hacía un té y yo escuchaba la pava hervir y me iba descalza y me sentaba porque quería escucharlo. Nunca me había dado cuenta hasta ahora de la importancia de ese ritual, del té. Cuando no me puedo dormir, voy a la cocina y me hago un té y la noche es hermosa y un poco siniestra poque le encuentro cierta belleza a los momentos que espero cuando colapsan.
Así crecí escuchando sus historias de la guerra. Sus historias de la infancia, de la adolescencia. De sus viajes en barco por el mundo y de cuando fue a la guerra. Yo no creía que él fuera un héroe. Nunca lo pensé así. En la escuela hablaban de los héroes de Malvinas pero yo pensaba en mi papá como algo más humano, menos mítico, porque lo conocía sufriente. Distinto de las fotos de los chicos de la guerra, que mostraban caras de miedo. La de mi papá siempre fue una mirada llena de frío y también de confianza, podía ver los pensamientos que sabía que tarde o temprano iban a serme transmitidos en mi herencia y por eso siempre que pude le escribí. Como una transposición de las cosas que me contaba pero que le costaba arrancarse del cuerpo, de todas las cosas que no lo dejan dormir.
Siempre me pareció que cada vez que lo encontraba en la cocina con la mirada perdida, se estaba escapando a los lugares simultáneos en los que habita.
En aquellos días, cada vez que alguno de nuestros
compatriotas caía en combate, cualquiera fuera su jerarquía, arma o credo, sin
distinción alguna, pensábamos en él, aunque fuera por un instante, pensábamos y
sentíamos como quien siente por un hermano, como sería, aunque no lo
conociéramos personalmente, cómo estarían sus padres, hermanos, hijos....
En aquellos días, sentíamos que perdíamos un hermano y que
parte de nuestras vidas se iba con ellos; en la medida que fueron pasando los
años y nos volvimos mas viejos, los recordamos, los sentimos ya no como
hermanos sino como si fueran hijos, tal vez porque fuimos padres. Y hoy
nuestros sentimientos son los mismos de aquellos padres que perdieron a sus
hijos inmolados en la batalla. Creo que no hay sacrificio mayor que el de
entregar la vida de un hijo a la Patria, aún más que el de
nuestras propias vidas.
Una persona que va a matar o a morir necesariamente vuelve cargada de muerte. Por eso cuando mi papá supo que yo empezaba a pensar diferente de él, ya no charlamos sino que discutimos evitando caer en la trampa de la condena, que es un poco como condenarnos a la vida. Es que él sabe que no me contó sus historias en vano. Me las llevo a otro lugar diferente: de la Patria a la Patri, de la guerra a la lucha, de la convicción a la conciencia de clase.
Esos segundos en los que lo miro y hacemos silencio son los momentos en los que esta historia encuentra su síntesis.