Estaba en la fila del baño hacía quince minutos y se cagaba. Le daba vergüenza la sensación en el vientre empujándolo hacia el suelo porque tenía que hacer fuerza con las piernas para mantenerse de pie. Había un solo baño en toda la casa donde festejaban el cumpleaños de su amigo. Había mucha gente en la casa. Se cagaba. Había cinco chicas delante de él y le daba más vergüenza pedir permiso para entrar antes. Ellas se meaban, decían. Pero él se cagaba ahí nomás. Para distraerse agarró el celular y empezó a mirar los mensajes que tenía ya leídos en whatsapp. A la chica que le había clavado el visto, pensó, si no le interesaba mucho lo que decía, tal vez podía sacarlo del apuro de no pensar en el sufrimiento que le daba su propia materia que todavía no había sido desechada. A la chica tampoco la había desechado. La tenía ahí en la lista de whatsapp. Miró unos segundos el último mensaje. Ella era muy simpática y a él el buen trato lo confundía. Sabía que si le seguía hablando ella lo iba a querer ver y él no iba a saber qué hacer. Se cagaba. Entonces le escribió. Un mensaje nunca le hizo mal a nadie. Con una sola mano manejaba el teclado de la pantalla táctil para armar la palabra hola. Borró todo. Si ella estaba mirando la lista de mensajes al mismo tiempo, iba a ver que él estaba escribiendo. Volvió a escribir hola y le agregó un signo de admiración, para disimular. Se seguía cagando, pero tenía un nuevo modo de cagarse que era escribiendo mensajes aparentemente al azar. A las 12:05 la mina le clava el visto. Es un tick para el enviado y dos para el visto. Miró el mensaje varias veces, pasaron dos minutos hasta que le contestó. Él pensó que hacía mucho no le daba ganas de cagar en una casa ajena, porque el inodoro es un espacio tótem. A las 12:08 ella le contestó cómo estás? y por un brevísimo momento sus ganas de cagar se habían disipado. Quedaban solamente dos chicas en la fila antes que él y la situación empezó a gustarle. Mientras sentía ganas de cagar también pudo entablar una conversación con mensajes que iban y venían de un celular a otro sin miedo de escribir demasiado pronto o que eso de escribirle a una chica implicara un cierto interés romántico-afectivo que le costaba afrontar. Cuando quedaba apenas una chica antes que él, comenzó a pensar que la sensación de estarse cagando y estarse escribiendo con alguien le resultaba placentero. Ahora movía los dedos de las dos manos con muchísima agilidad y sus nalgas apretaban con la fuerza de un deportista acostumbrado a disipar el calambre. Próximo al inodoro, comenzó a preguntarle por su día. Había entrado en el terreno de la pregunta sobre la cotidianidad que tantas veces había servido de carta mágica, de instalación cómoda en ese ritual del levante en el que ahora no se quería identificar pero demandaba de sí sin mucho pensamiento de por medio. Pasados los diez minutos de conversación, el celular empezaba a quedársele sin batería. Ya no le importaba que se estuviera cagando en la puerta del baño de su amigo. Tenía una necesidad más urgente y esa era la de evitar que el aparato se apagara. Cuando finalmente entró en el baño, después de mirar a la chica que salía del mismo con el mismo gesto con el que los futbolistas se miran cuando uno sale y el otro entra en la cancha, antes que bajarse los pantalones tuvo que revisar el mensaje que le había llegado de la chica del whatsapp. Es que ella le había dicho que estaba por salir cerca de donde estaba él. Le había dicho, detalladamente, que iba a estar en un lugar cerca de donde estaba él. Ella siempre tenía una manera de acercársele que lo acorralaba. Entendió su sensación de sofocamiento, no estaban rodeándolo como la frase de la espada y la pared, sino más bien, conectándolo, por dentro de su cuerpo desde la sensación de todavía no haber expulsado su mierda, hasta la mano que sostenía el celular y que represenaba lo visible del asunto, lo inmediato: la chica iba a andar cerca de donde estaba él. Ese tipo de mensajes ya lo conocía y con bastante facilidad había podido escaparse de la situación veces antes. Ahora estaba sentado en un inodoro en una fiesta con la única seguridad de estarse cagando con un celular a punto de apagarse en la mano. Quiso escribir un último mensaje y con el brillo al cero por ciento y la luz del baño apuntándolo a él, se sintió en una especie de banquillo de los acusados. ¿Qué crimen era más avergonzante, cagar en un baño ajeno, anulando todo principio de hospitalidad, sabiendo que quien entrara luego sabría el secreto que iba a dejar flotando en el agua del inodoro, pero también en el aire, que corría el riesgo de que quien entrara viviera también en esa casa y lo marcara de por vida como "el que se cagó", o el saber que si no contestaba el mensaje con una respuesta clara lo iba a definir ya no en pasado, como el que había cagado, sino, además, como el cagón, el que se contiene las ganas constantemente, como un atributo del que anula haber superado la etapa anal y allí regresa con cada mensaje enviado, desligándose de toda intencionalidad? Porque cuando por fin pudo cagar, y enviar el mensaje, él sabía que todo lo que venía escribiendo era una declaración de principios. Al costado estaba el papel higiénico. De su celular agonizante memorizó el número de teléfono. Del papel, cortó dos pedazos. Uno, para limpiarse el culo. El otro, para anotar el celular de la chica. Todo esto, mientras estaba cagando. Le dolía un poco no saber qué responder. Le dolía más que la irrupción de sí en el ano al momento de relajarse y dejar de luchar contra su cuerpo sentado. Le dolía no poder soltar el celular con el que se sostenía la frente y miraba al piso. Le dolía no tener una lapicera en ese momento para anotar el teléfono y le dolía la posibilidad de olvidarlo sin haber ideado una respuesta. Lo que le gustaba, irónicamente, era saber que lo peor ya había pasado. Saber que el poder de decisión lo tenía él. Que podía memorizar el número y no escribirle nunca. Que podía estar sentado en un inodoro haciendo fuerza y ella nunca lo sabría. Que la próxima persona que entrara al baño nunca se iba a enterar de esa lucha interna. Que podía hasta preguntar por una lapicera estando afuera y elegir un papel en serio. Qué papel iba a elegir. Se llevó el del baño, el papel con el que se limpia el culo. Ahí anotó un teléfono y un nombre que se olvidó en la casa y al que otro escribiría al día siguiente por curiosidad. En el mismo momento en que su celular se llenaba de batería y se encendía para leer que esa chica le había contestado perfectamente bien, completamente ignorante de la situación en la que él le había estado escribiendo. Pero él, no iba a volver a escribirle. Miró el mensaje y lo puso contento y esa pequeña satisfacción le clavó el último visto. Su cuerpo entero le volvía al alma.
lunes, 29 de septiembre de 2014
Dos para el visto
Estaba en la fila del baño hacía quince minutos y se cagaba. Le daba vergüenza la sensación en el vientre empujándolo hacia el suelo porque tenía que hacer fuerza con las piernas para mantenerse de pie. Había un solo baño en toda la casa donde festejaban el cumpleaños de su amigo. Había mucha gente en la casa. Se cagaba. Había cinco chicas delante de él y le daba más vergüenza pedir permiso para entrar antes. Ellas se meaban, decían. Pero él se cagaba ahí nomás. Para distraerse agarró el celular y empezó a mirar los mensajes que tenía ya leídos en whatsapp. A la chica que le había clavado el visto, pensó, si no le interesaba mucho lo que decía, tal vez podía sacarlo del apuro de no pensar en el sufrimiento que le daba su propia materia que todavía no había sido desechada. A la chica tampoco la había desechado. La tenía ahí en la lista de whatsapp. Miró unos segundos el último mensaje. Ella era muy simpática y a él el buen trato lo confundía. Sabía que si le seguía hablando ella lo iba a querer ver y él no iba a saber qué hacer. Se cagaba. Entonces le escribió. Un mensaje nunca le hizo mal a nadie. Con una sola mano manejaba el teclado de la pantalla táctil para armar la palabra hola. Borró todo. Si ella estaba mirando la lista de mensajes al mismo tiempo, iba a ver que él estaba escribiendo. Volvió a escribir hola y le agregó un signo de admiración, para disimular. Se seguía cagando, pero tenía un nuevo modo de cagarse que era escribiendo mensajes aparentemente al azar. A las 12:05 la mina le clava el visto. Es un tick para el enviado y dos para el visto. Miró el mensaje varias veces, pasaron dos minutos hasta que le contestó. Él pensó que hacía mucho no le daba ganas de cagar en una casa ajena, porque el inodoro es un espacio tótem. A las 12:08 ella le contestó cómo estás? y por un brevísimo momento sus ganas de cagar se habían disipado. Quedaban solamente dos chicas en la fila antes que él y la situación empezó a gustarle. Mientras sentía ganas de cagar también pudo entablar una conversación con mensajes que iban y venían de un celular a otro sin miedo de escribir demasiado pronto o que eso de escribirle a una chica implicara un cierto interés romántico-afectivo que le costaba afrontar. Cuando quedaba apenas una chica antes que él, comenzó a pensar que la sensación de estarse cagando y estarse escribiendo con alguien le resultaba placentero. Ahora movía los dedos de las dos manos con muchísima agilidad y sus nalgas apretaban con la fuerza de un deportista acostumbrado a disipar el calambre. Próximo al inodoro, comenzó a preguntarle por su día. Había entrado en el terreno de la pregunta sobre la cotidianidad que tantas veces había servido de carta mágica, de instalación cómoda en ese ritual del levante en el que ahora no se quería identificar pero demandaba de sí sin mucho pensamiento de por medio. Pasados los diez minutos de conversación, el celular empezaba a quedársele sin batería. Ya no le importaba que se estuviera cagando en la puerta del baño de su amigo. Tenía una necesidad más urgente y esa era la de evitar que el aparato se apagara. Cuando finalmente entró en el baño, después de mirar a la chica que salía del mismo con el mismo gesto con el que los futbolistas se miran cuando uno sale y el otro entra en la cancha, antes que bajarse los pantalones tuvo que revisar el mensaje que le había llegado de la chica del whatsapp. Es que ella le había dicho que estaba por salir cerca de donde estaba él. Le había dicho, detalladamente, que iba a estar en un lugar cerca de donde estaba él. Ella siempre tenía una manera de acercársele que lo acorralaba. Entendió su sensación de sofocamiento, no estaban rodeándolo como la frase de la espada y la pared, sino más bien, conectándolo, por dentro de su cuerpo desde la sensación de todavía no haber expulsado su mierda, hasta la mano que sostenía el celular y que represenaba lo visible del asunto, lo inmediato: la chica iba a andar cerca de donde estaba él. Ese tipo de mensajes ya lo conocía y con bastante facilidad había podido escaparse de la situación veces antes. Ahora estaba sentado en un inodoro en una fiesta con la única seguridad de estarse cagando con un celular a punto de apagarse en la mano. Quiso escribir un último mensaje y con el brillo al cero por ciento y la luz del baño apuntándolo a él, se sintió en una especie de banquillo de los acusados. ¿Qué crimen era más avergonzante, cagar en un baño ajeno, anulando todo principio de hospitalidad, sabiendo que quien entrara luego sabría el secreto que iba a dejar flotando en el agua del inodoro, pero también en el aire, que corría el riesgo de que quien entrara viviera también en esa casa y lo marcara de por vida como "el que se cagó", o el saber que si no contestaba el mensaje con una respuesta clara lo iba a definir ya no en pasado, como el que había cagado, sino, además, como el cagón, el que se contiene las ganas constantemente, como un atributo del que anula haber superado la etapa anal y allí regresa con cada mensaje enviado, desligándose de toda intencionalidad? Porque cuando por fin pudo cagar, y enviar el mensaje, él sabía que todo lo que venía escribiendo era una declaración de principios. Al costado estaba el papel higiénico. De su celular agonizante memorizó el número de teléfono. Del papel, cortó dos pedazos. Uno, para limpiarse el culo. El otro, para anotar el celular de la chica. Todo esto, mientras estaba cagando. Le dolía un poco no saber qué responder. Le dolía más que la irrupción de sí en el ano al momento de relajarse y dejar de luchar contra su cuerpo sentado. Le dolía no poder soltar el celular con el que se sostenía la frente y miraba al piso. Le dolía no tener una lapicera en ese momento para anotar el teléfono y le dolía la posibilidad de olvidarlo sin haber ideado una respuesta. Lo que le gustaba, irónicamente, era saber que lo peor ya había pasado. Saber que el poder de decisión lo tenía él. Que podía memorizar el número y no escribirle nunca. Que podía estar sentado en un inodoro haciendo fuerza y ella nunca lo sabría. Que la próxima persona que entrara al baño nunca se iba a enterar de esa lucha interna. Que podía hasta preguntar por una lapicera estando afuera y elegir un papel en serio. Qué papel iba a elegir. Se llevó el del baño, el papel con el que se limpia el culo. Ahí anotó un teléfono y un nombre que se olvidó en la casa y al que otro escribiría al día siguiente por curiosidad. En el mismo momento en que su celular se llenaba de batería y se encendía para leer que esa chica le había contestado perfectamente bien, completamente ignorante de la situación en la que él le había estado escribiendo. Pero él, no iba a volver a escribirle. Miró el mensaje y lo puso contento y esa pequeña satisfacción le clavó el último visto. Su cuerpo entero le volvía al alma.
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