Serían esos días en los que no se hacía verano, hace un tiempo atrás, en los que recordaba que te había visto sentada en un vagón de tren.
Eran días por demás calurosos, promediaba un noviembre eterno que venía con sus bolitas de navidad en las vidrieras de todos los negocios, que auguraban como profecía el año nuevo.
Había varias cosas que me faltaban hacer por entonces, como despedirme de algún amigo que se iba, o desprenderme de artefactos que todavía quedaban guardados..
No sabría por dónde empezar a hacer toda esa lista de pocas cosas importantes que nunca había hecho, porque se me olvidaban enseguida.
Tampoco fui hecho para mantener los recuerdos vívidos. Hay personas que parecen nacidas para mortificarse a cada hora con imágenes del pasado que rememoran como si estuvieran contando figuritas repetidas, y eso es algo que no tolero.
Aún así, después de un año, todas las circunstancias me devuelven a noviembre, cuando viajaba en tren por la mañana.
Me era cómodo, no tenía que sacar el auto y las cinco estaciones que hacía desde Tigre hasta San Isidro me resultaban placenteras. Además, los trenes tienen una esencia diferente, como si fuera la de todas las personas que viajan allí, paradas o sentadas, que bajan o suben con cada cambio de minuto, concentradas, entre bicicletas, en un furgón. No importaba a qué hora viajara, siempre estaban las bicicletas impidiendo el paso del pasillo hasta la puerta y entonces resultaba divertido atravesar el denso camino de gente que a las siete de la mañana todavía llevaba sus lagañas en la cara.
A veces el viaje me servía para terminar de ajustar la clase que iba a dar. Pensaba en El Matadero y me reía un poco. El matadero y pensar en una Argentina dividida entre unitarios y federales, y recordar a Rosas, pensar en Echeverría y si a él también le gustaban los trenes tanto como a mí.
Por momentos la clase se me traba y el plan del día se convierte en una rememoración de las fotos de Patricia, las que le había sacado durante ese noviembre de hace un año, que habían quedado guardadas en la memoria de mi celular, ocultándose del tiempo. Parecía inmaculada, una foto en el tren, otra en la plaza de San Isidro en frente de la Catedral, aquella caminando por la Avenida del Libertador…
Entonces vuelvo a pensar en Patricia, porque la tengo tan lejos que es más bien improbable traerla con un par de fotos y píxeles que no le harán nunca justicia a su belleza, que era pura y joven, y sobre todo, mía.
Creo haberla dibujado un par de veces mientras dormía y otras tantas cuando se sentaba sobre mi falda en la cama y le leía a Girondo o a Poe… Guardo sus líneas tiesas como si el grafito fuera el oro mismo, y son estos los únicos tesoros que guardo hasta el día de hoy.
Noviembre
La veía siempre en el andén de la estación de Tigre, sentada en el masetero, cargando una bolsa de supermercado con carpetas dentro.
Cuando no sabía su nombre, la reconocía por el pelo, que lo tenía siempre atado, con algunas hebillas de colores sujetando el flequillo y qué lindo marco de su rostro el que formaba su cabello oscuro, oscurísimo, y su piel tostada.
Ella me miraba, con sus ojos pronunciados, me pedía que le contestara la mirada que le había lanzado.
Pero con mucha inocencia, porque era una niña que procedía con cautela. Movía su pollera con cuidado para que yo la mirara, pero era una pollera pequeñita, como su cintura entalladísima que se marcaba en un contonear de piernas cuando pasaba caminando despacito y se sentaba en un asiento que había quedado vacío.
Hubo un día, uno de esos en los que dos asientos casualmente inhabitados encuentran a sus dueños, que nosotros dos nos sentamos lado a lado. Mientras viajábamos miré las hojas que llevaba en la bolsa de supermercado, porque las sacó y empezó a buscar una página. Entre tanto revolver y no encontrar, cuando el tren se detuvo en San Fernando, el movimiento brusco de los motores hizo que se le cayeran las hojas al piso. Le ayudé a recogerlas, y entonces vi que en esas hojas había poemas.
Eran sus manuscritos, y yo no lo entendí hasta más tarde, cuando le pregunté si los había escrito ella, a lo que me respondió que sí. Le pregunté cómo se llamaba, me dijo “Patricia”, y entonces supe que Patricia, que me dañaba el cuerpo con la sola contemplación del suyo, escribía poesías.
Quién lo hubiera dicho. Quién lo hubiera previsto. Ni si quiera yo, y qué grata sorpresa y qué burda erección me llevé esa mañana.
Al día siguiente la saludé con total naturalidad al llegar a la estación, mientras esperaba en la boletería, y entonces comenzamos a charlar, puesto que ella escribía y yo era profesor de literatura, mi interés se hizo literario.
La invité a tomar un café. Como esas cosas que hacen los intelectuales para parecer más intelectuales, (y no digamos whisky porque a nadie le gusta pensar que los escritores suelen darse al alcoholismo) y por qué no, que me contara qué escribía, porque me interesaba muchísimo. Mis alumnos nunca habían logrado escribir una evaluación con decencia, y yo, con toda mi docencia, iba a encargarme de sacar de ella la mejor de las poetizas: a fuerza de hacer el amor todas las tardes, cuando nos encontrábamos a la salida del colegio, ella, y la salida del colegio yo también.
Eran tres estaciones de distancia que separaban las escuelas, siete minutos en promedio arriba del tren, entre Virreyes y San Isidro.
Aunque también había un abismo, y una puesta en abismo de mi parte, porque no pude dejar de citarla a la misma hora, a las doce y media, cuando mi mujer partía con mis hijos al jardín, y eran dos horas de movimientos centrífugos entre cuerpos aplastados por un encuentro lírico de decir que los deseos se habían encontrado.
Cuando nos quedaba tiempo, ella me leía su último soneto, con un poco de vergüenza, pero yo nunca le corregía las rimas ni los versos.
Y a veces me contaba de sus hermanos (que tenían la misma edad que mis hijos), que todavía no podían ir al jardín porque su madre trabajaba y ellos se quedaban solos.
A mí me parecía un poco ridículo, esos nenes debían ir al jardín igual, pero después la besaba a ella y sus preocupaciones de pequeña madre se iban diluyendo…
Todo el día pensaba en Patricia, y la llamaba por teléfono a la noche. Recuerdo una vez, que me atendió y me dijo que estaba apurada (y de hecho sonaba agitada), que no podía hablar en ese momento porque estaba cocinando, pero que al día siguiente nos veríamos como siempre. Entonces le mandé un beso, le deseé buenas noches y me quedé mirando una película en el living.
Sabía que pronto iba a ser su cumpleaños, estaba por cumplir quince, pero esto yo no lo sabía entonces.
En algún momento me contó que iba a enviar algunos de sus poemas a un concurso, y que necesitaba que la ayudara a seleccionar cuáles pondría en el sobre. Le pregunté por qué no me los mandaba por mail, y me dijo que estaba sin computadora. Pensé que no le funcionaría bien, entonces me ofrecí para digitalizarlos.
Quizás nunca debí preguntar tanto. O era que mis preguntas nunca resultaban indicadas. Tampoco pensé que preguntando podría llegar a saber más de ella, ¿quería saber algo sobre Patricia? En la lejanía del tiempo puedo contestar que no.
Está claro que el miedo a lo que pudiera llegar a encontrar me atormentaba. Era más fácil verla desaparecer cada día, por las tardes, cuando caía el sol y era hora de despedirnos, que recordarle el mundo que me había inventado junto a ella.
Tampoco es cosa de todos los días encontrar una pequeña razón para sentarse a escribir, o para recordar con más ternura a Luci y a Tomás al volver a casa.
Y no es que fuera demasiado pedirle a la vida querer tenerla para siempre conmigo, sacarla de su casa como si la estuviera secuestrando, porque la estaría salvando para siempre de su vida miserable. Es cierto que yo sabía que era una persona miserable, pero no iba a decírselo todavía. Era muy chica para entender las miserias, apenas las contemplaba en sus poesías, acercándose apenas con versos a la idea de “desamparo”, que no puedo decir de Patricia (no podía tampoco decir de mí), que tuviera alguna idea mordaz sobre lo que realmente estaba sucediendo.
Las ideas se desvanecen rápidamente, Patricia, con la rapidez inexacta de los días que no acaban.
Los días se desvanecen rápidamente, Patricia, con la inmediatez putrefacta de los alimentos echados a perder porque faltó revisarlos. ¡Faltó revisarlos, Patricia! ¡Faltó darse cuenta!
¡Faltaron horas, faltaron días, faltaron bestias enajenadas que se se avalanzaran sobre la vida, y le arrancaran a la mierda de los días una herida de felicidad, Patricia!
¡Faltaron miserias! ¡Faltaron ojos! ¡Faltaron cuerpos, faltó violencia!
Me faltó darme cuenta que todo lo que pasé por alto es lo que hoy me aplasta la vida.
Lo que sobra es remanente de la conciencia que en tu memoria (la fantasmagoria de la niebla por la ventana del tren) hace que una locomotora me quite el aliento y me revuelva la tripa.