Escribo cartas porque me falta coraje. Entonces el remitente se vuelve impersonal (paradoja que te quema la cara) y ahí va la mano a la letra con haces de amarillo perforando unas pupilas ajenas llenas de luz y sobra.
Es tarde. Hace falta dormir más, soñar menos, soñar menos, soñar menos, soñar menos, soñar menos, menos, menos, atarle las patitas a los sueños y amarrarlos al borde de la cama.
Quiero, sin embargo, condenarlos a muerte y fusilarlos en la silla del comedor, pero no puedo.
Escribo cartas entonces, porque me falta coraje, y armas y manos y disponibilidades y las infinitas ganas de sacarme para siempre la crueldad de necesitar en serio pero no en realidad, el reflejo como imagen de tu imagen o de tus millones de imágenes, fragmentadas en imágenes del recuerdo que tengo y guardo de vos.
Quiero, a pesar de todas mis contradicciones, papeles, roles y papelones dejarme ser quien pueda darle fin a la cadena de pensamientos inconexos, pensar en vez en lo converso (de mi discurso), de lo difícil o en lo fácil, ¿qué importa lo fácil?, toda la liviandad con que respiro y saco para afuera un suspiro pequeño, escondiendo la enormidad de su sorpresa -aún de su tristeza- cuando dejo de ser para pretender serte, ser otra, para ser por fuera de tus imágenes infinitas, me recuerdo en una obviedad estúpida, en la que nada de lo que digo, nada pudo haber sonado convincente, ¡pero claro! A quién se le ocurre escribir en verso y que a una la tomen en serio.
Escribo cartas entonces, porque me falta, me falta algo, diablos, me falta algo irrenunciable y me falta porque no lo tengo, porque no lo puedo, porque no consigo desgarrarlo, aprisionarlo o morderlo o estrujarlo y zamarrearlo bien fuerte y escribo cartas porque sé que puedo escribirlas sin necesidad de enviarlas. El descubrimiento literario del siglo; bien, Flor, bien. Menos mal que estudiabas literatura.
(Me escribo cartas porque me falta coraje. Entonces el remitente se vuelve demencial.)
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