Contar es entonces para mí un modo de borrar de los afluentes de mi
memoria aquello que quiero mantener alejado para siempre de mi cuerpo.
R. Piglia
I
En
agosto del 2010 conocí a un muchacho Punk. Decir que conocí a un muchacho es
mentira, ya había conocido a unos cuantos en el 2009 durante mi llegada a Puán,
y aquello que él y yo hicimos, ese montón de cosas que empezamos a hacer cuando
nos conocimos, no fue siquiera conocernos, y me animo hoy a decirlo de nuevo:
no nos conocimos nunca. Estaba él, y además estaba yo, por separado, como dos
estudiantes en una toma (más) de la facultad de Filosofía y Letras. Lo que
interesa en esta historia es que el muchacho punk y yo “nos acostamos juntos”.
Primera
decepción del lector: en esta primera parte de la historia no cogimos.
Yo
conocí al muchacho en el bar de la facultad, entre un grupo de gente que además
de estudiar, mantenía contacto, (aunque en casi todos los casos siempre fue
primero) a través de Internet en un foro de discusión, que para qué voy a
mentirles, ahí nos conocimos la mayoría de los que nos juntamos cada tarde en
ese bar mugroso y precario para tomar café, o abastecernos de cerveza para
divagar en el patio sobre Proust (nos encanta Proust) y sobre trotskismo o
peronismo, da igual, y donde luego nos empezaríamos a organizar las cursadas
para no estar solos, para no sentirnos tan solos cada uno en nuestra carrera
eterna y solitaria.
El
muchacho punk estudiaba historia. Tardé bastante tiempo en (re)conocerlo,
porque era tímido y no se mostraba mucho, pero en la época de la toma que
empezó en septiembre, empecé a verlo más seguido.
La
primera vez que lo vi, tenía una de esas camisas a cuadritos (punk), llevaba el
pelo largo (punk) atado con un rodete y tenía las vans azules (punk). Su
mirada, (eso sí) no podía estar más lejos de lo que yo entendía o había
entendido alguna vez podría haber llegado a sentirse o siquiera catalogarse
dentro de las miradas que en mi preconcebida idea del mundo tenían los
muchachos punk.
El
muchacho hablaba mucho sobre su carrera. A veces lo encontraba solo en el aula
donde concentrábamos la lucha, leyendo, sentado al fondo con un piloncito de
apuntes, y yo le preguntaba por qué estaba ahí solo y me decía que se había
quedado para leer sus apuntes, que después se unía al resto, que estaba todo
bien con quedarse solo. Solo y callado. Y eso a mí me fascinaba.
Siempre
noté su esfuerzo por mostrar que todo estaba bien. También era extremadamente
simpático al hablar. Pero sólo cuando hablaba, porque no hablaba mucho. Sin
embargo, la entonación que usaba al
decir las cosas, por supuesto que inconsciente, esa manera particular de poner
la voz al servicio de las relaciones humanas, su entera manera de hablar,
estaba dotada de una simpleza semejante
a un comentario o una nota al pie, como siempre se lo veía a él: en algún
costado, fuera de foco, desentonado y ausente con su cuerpo tan alto.
Hubo
noches en las que se quedó a dormir con los muchachos de la toma, porque él,
muchacho punk, vivía lejos de la facultad y las asambleas diarias solían
terminar bastante tarde. Hubo tardes en las que salía de cursar y en vez de
ponerse a leer inmediatamente sus apuntes, se quedaba charlando con nosotros,
los de la 144. Siempre pensé que todo el esfuerzo que ponía en apartarse le
generaba suspenso en esa cosa misteriosa que para él eran las relaciones
humanas, porque aunque no se le notaba, siempre elegía quedarse quieto.
Paradoja de los paisajes de Puán, esta imagen, los revolucionarios y
anarquistas y montoneros, o los que se jactan de serlo, pero que tampoco saben
moverse.
Hasta
acá, este muchacho no es muy diferente a todos los que pasaron intrascendentes
alguna vez por ese aula tomada durante los días que fueron entre aquellas
semanas del llamado “estudiantazo”, pero hubo un momento (y lo recuerdo con una
lucidez extraordinaria) en el que alguien más lo notó.
Este
muchacho punk estaba ahí, como el resto, y un día empezó a quedárseme en la
memoria. Y ahora (ahora me atrevo finalmente) podría decir que se metió para
siempre en mi historia porque para la
suya, fue una paradoja del historiador errante, historia fáctica, ¿viste cómo
la lluvia es más transparente de día? Bueno, eso. Quiero decir que yo lo había
notado, y hasta sabía quién era, pero un día…
Un
día alguien me lo señaló y me preguntó si no me parecía que el muchacho punk
“estaba bueno”. Yo le respondí que cómo me iba a decir eso si él tenía novia. Para
ese momento no era tan fanática de Fragmentos
de un discurso amoroso, pero entendí que cuando Carla me lo señaló, el
deseo empezó a hacerse presente en mi conciencia. No sé si son las historias
que se van llenando de colores o de nudos extraños, pero esa misma noche, el
muchacho punk y yo dormimos juntos.
La
noche me sorprendía de esta forma: “¿Me puedo tirar acá al costado? Les saco un
costadito nada más”. Entonces así fue que dormí con él, y él durmió conmigo, la
noche en la que por primera vez sentí su respiración en mi nuca, en un aula tomada
donde todos dormíamos juntos entre bolsas de dormir, colchones y almohadones
improvisados; él durmió conmigo y enlazó su pierna sobre la mía, pero su novia,
su timidez y su presencia fantasmagórica que se me caía de a pedazos con el
correr de las horas me obligaron a correr la pierna, echarme al costado y dormir,
aunque no pudiera. Esa noche que dormí con él, ciertamente fue inevitable, como
las que se sucederían un tiempo después cuando el frío del suelo nos volvió
a encontrar con los ojos cerrados y boca arriba.
II
Pasaron
dos años hasta que el muchacho punk y yo volvimos a dormir juntos. Durante
todo ese tiempo puedo decir desde la ausencia que en este arrancármelo del
cuerpo representa, que fui tejiéndolo en la cotidianeidad de mis días como se
gestan las historias que más nos cuesta terminar. Lo fui incorporando en
silencio, como renunciando a la idea de tenerlo conmigo, ni siquiera pensaba en
besarlo o quedármele cerca y de ese modo, sin darme cuenta, quizás adrede (pero
no lo sé) un día me encontré a mí misma total y absolutamente desgraciada de
saber que a pesar de mis esfuerzos, el muchacho punk me gustaba. Entenderlo
desde otro lugar es decir que quizás había naturalizado su persona en mi vida,
y con eso, muy de a poco, hecho parte de mi identidad. Yo escribía, mi
seudónimo era Quappi, estudiaba letras, y además, me gustaba él, con una manía
que no pude entender nunca.
Segunda
decepción del lector: el muchacho punk y yo ya no nos acostamos juntos. Ahora,
qué hago escribiendo sobre él, es algo que no me explico. Porque no es que un
día terminó con su novia, que otro día me besó en una fiesta y que al tiempo
huyó despavorido. El problema es que él no lo sabía, pero yo lo conocía desde
antes, y no había pasado de un día para el otro y no era tan sencillo como “a Quappi
le gustás” o “dale bola a Quappi”. No. No fue tan sencillo cuando él en algún
momento me empezó a ver también con deseo, o a caer en las redes que tejían mis
ganas, ni fue tampoco cuando se hizo cargo de ese mismo candor que era el mío
(porque realmente no se lo entendí nunca), sino que este muchacho punk, como
punk no se comportó nunca.
Cuando
pasó el episodio después de la fiesta, cuando él ya sabía que a mí él me
gustaba, el muchacho me empezó a evitar con una constante rabiosa. Un viernes,
durante un festival de esos que hacen cada tanto en el patio de la facultad,
nos cruzamos, sabiendo que esto podía llegar a pasar, también pasó que nos
vimos. Él estaba ahí con su mirada punk, y puedo decir con seguridad que lo
punk le emanaba del cuerpo, porque su rabia, su tristeza, su dejadez, eran algo
que no podía ocultarse y sus brazos colgaban hacia el piso de patio, y después
le escribí un poema. De todas las cosas que se esforzaba por esconder se le
escapaba esa mirada que sostenía en mi nuca, y que también me intimidó, y qué
desastre, qué desastre que iba dejando su rastro a mi paso. Porque no se
parecía a la noche en la que estábamos abajo del mural de La Cámpora y él no quiso
besarse conmigo. Tampoco se parecía a cuando chateábamos y me contaba sobre su
carrera (y yo le respondía “qué bueno”).
Esa quietud era más parecida al día en que finalmente nos vimos solos, y
se parece también a su pelo cuando se lo ataba para besarme el cuello con más
ganas cuando un día quiso hacerme el
amor (y qué eufemismo más horrible para decir que nos quisimos garchar con una locura
tierna).
Después
de besarme y darse a la fuga, este muchacho punk se llamó al silencio, y
pasaron días, meses, hasta que volvimos a hablar. Una tarde me preguntó para
qué servía la sintaxis. Otro, me contó que iba a tocar con su banda (también punk),
y me invitó al recital. Con un mes de anticipación. A esta altura del relato,
ya deben pensar que lo debí haber previsto, pero nunca me iba a imaginar que el
muchacho punk no iba a querer besarme esa noche, y mi frustración de no saber
por qué carajos me había invitado no supo que iba a hacerlo recién y tan sólo
una semana después, luego de mensajes, un viaje, un par de extorsiones mías y
decir que por qué no sacarnos las caretas. ¿Qué podía hacer yo? Esperar es de
penélopes, entonces me saqué toda la perversión con la que lo odiaba y lo
quería, para invitarlo a tomar una cerveza, y vernos solos, llegar y vernos
parados solos, enfrentados, otra noche, otra vez, por primera vez.
No
había caso. Al muchacho punk yo lo quería. Fantaseaba que él a mí, también. Nos
perseguíamos como nenitos jugando a las escondidas. Y también gastábamos mucha
plata, y siempre terminábamos desnudos. Este punk había engañado a todo el
mundo diciendo que no me quería, y pienso que esa zona de amistad, ese lugar
tan tenebroso tampoco le gustaba y que quizás habíamos empezado a conocernos en
el momento en el que más nos habíamos desencontrado, porque él iba a
desaparecer otra vez. Costaba empezar a besarse, todas las veces que
esperábamos el colectivo para ir a algún telo por Panamericana. A mí me costaba
estarme quieta mientras viajábamos y él me iba tocando el pelo. Cuando llegábamos
a la habitación que habíamos alquilado, con toda la esperanza que tenía me
delataba en seguida: me ponía a jugar con los botones de los controladores de al
lado de la cama porque odiaba la música de “esos lugares” (así los llamábamos,
porque le daba vergüenza) y después venía él y arreglaba el desastre; yo me
hacía un bollito por no decir que el sexo también me daba vergüenza a mí, pero
no tanto como lo que a él le causaba. Se dejaba ver poco de su imagen, de sus
ineteriores inmensos o de sus palabras quietitas. Yo lo entendía, pero a veces.
Estaba enganchado, y apenas lo notó alguna vez viéndose sólo en el frío
esperando un colectivo que no pasaba, mandándome mensajes que decían que con él
había dos travestis esperando el mismo bondi. Queriendo con eso decir “te
quiero.”
Yo
no sé cómo es o cómo tiene que ser un muchacho punk. Sus miradas y sus gestos
eran inconsecuentes. Su voluntad era un caos. Sus celos injustificados, sus
gestos tiernos que me hacían explotar la cabeza de tanta franqueza, me ponían de
la nuca y trataba de disimular para cuidar su temple inestable. Y encima, sus
camisas punk, que me gustaban mucho, como también me gustaba que me agarrara de
la cintura y me levantara un poco cuando me besaba y empezaba a tocarme. Me
calentaba, y aún sin penetrarme, como la última vez que nos acostamos juntos,
entonces me ponía encima de él y me agarraba del cuello y me lo apretaba un
poco mientras me tocaba con la otra mano como si fuera una guitarra y de mi cuerpo salieran chillando las únicas notas punk que conocía y yo le
mordía el brazo por no gritar y gemir que dios mío, muchacho punk, dios mío.
Sé
que era punk y con ello un poco anarquista, un poco hardcore y un poco rebelde.
Pero nunca conocí a nadie más atado al decoro, ni más políticamente correcto
que a este muchacho de mirada amplia y sonrisa tímida. Ni siquiera intentaba
hacerse el malo por default. Algunas veces lo entendía, pero recién empecé a
verlo cuando, esas noches que nos veíamos, me corría la cara de su pene a punto
de eyacular. Creo que pensaba que si me acababa en la boca significaba que yo
lo quería, y que dejar que lo hiciera era alguna especie de contrato del que
quería escapar con desesperación. Las últimas dos veces lo agarré de las manos y me lo tragué. ¿Qué iba a saber él que yo lo
quería hacía tanto? El muchacho punk no entendía mucho sobre relaciones, o
sobre tener relaciones. Por eso me besaba la frente cuando viajábamos en
colectivo para ir a ver si podíamos coger, tan confundido como cuando yo le
chupaba el pito y él no quería acabar, y sé que no podía porque del miedo se empezaba
a quitar mis días de su vida; yo pensaba y le decía "complejo de Edipo".
Fuimos
al cine sólo una vez (porque al cine van los novios, ¿no? y él era apenas un
muchacho punk, un susurro, una pose) y después de que terminara la película nos
fuimos a tomar café en Starbucks (en realidad yo tomaba un café, quizás un
capucchino, y él un frapuccino -y la cacofonía es jodidamente casual-). Mi
muchacho punk (para este entonces ya era un poco mío) estaba indignado por la
película que yo había elegido, y yo estaba indignada también porque ver a Lacan
coger no está tan bueno. Lo que necesito escribir, y en ese momento necesité
quizás decirle, es que yo ya sabía lo que iba a pasar luego, porque la escena que
vimos fue premonitoria. Mi muchacho se sorprendió al ver a una pareja que
estaba sentada del lado de enfrente, en una mesa con sillas que daba a un
ventanal. Una chica lloraba. Y un chico, el que estaba en frente de ella, le
decía cosas que no podíamos escuchar. “Mirá, la pareja de allá.” Me dijo. “No
me gusta ver esas cosas. Se están peleando.” Dijo.
Y
hago un paréntesis (¿no podía pensar él que yo fantaseaba con que sus
imposibilidades iban a ser eventualmente, subsanadas? O por voluntad propia,
quizás insistencia, ver que el que no puede en el presente tal vez tenga un
potencial para el futuro, ver que la vida se nos pasaba como un cúmulo de
frustraciones, cada noche en cada telo, cada día que me sonreía y yo lo
abrazaba fuerte o le decía que algo me había enojado, porque él no quería que
nos vieran juntos en los cumpleaños ni en las salidas, porque prefería
encerrarse en un cuarto a no hacer nada, aunque la pasábamos bien, sí, pero
siempre todo a medias conmigo, qué iba a saber yo que iba a estar siempre esa
sonrisa mediada por el medio, qué iba a querer saber yo que ese medio en
realidad era el miedo, que seguía latente, por qué iba a preferir ver el lado
oscuro de su corazoncito de nene cagado en vez de esas mil formas que tenía
de hacerme reír, de escaparme de mi adolescencia y haceme la intelectual, la
madura, la respetable chica que hace todo, que todo lo puede, qué iba a saber
yo que frente a mí, él no iba a poder hacer nada, que no iba a poder nada, y me
pregunto, ahora, que ya no lo extraño, pero sí le escribo por inercia, porque lo
veo cada tanto, ¿qué pensaría, él, que se quedaba tan quieto, si en el fondo le
gustaba dejarse llevar por mí y después se quejaba de que estaba en otro lugar
diferente, fuera del punto de partida, metido en medio, otra vez esta cosa de
las medias tintas, de una vorágine de mensajes obsesivos y constantes que él
mismo me mandaba y con los que yo pude extorsionarlo luego, cuando su memoria
absurda y desmedida, fantasmática y cruel se olvidó de todo, de absolutamente
todo lo que él había hecho conmigo).
La
chica lloraba y el tipo parecía querer consolarla, pero esa chica a la que
estábamos viendo, casi con culpa, cuando la miraba ¿pensaba en nosotros? ¿Había,
acaso, un poco de ella en mí? Porque puedo rememorar la cantidad de veces que
sentí enamorarme de este muchacho, haciendo un esfuerzo por conocerlo, cuando
debería haberlo escuchado con más detenimiento cuando me decía que quería
salvarse, lo cierto es que realmente me había cansado de decodificarlo como a
un signo, y le escribía poemas, y le decía que yo no era Lévi Strauss, en fin. Él
me dijo que las separaciones lo ponen triste. Y un poco le creo. Quizás por
eso, y sólo por eso, es que me dijo que dejáramos de vernos en una ventanita de
chat. Al día siguiente leí en el foro que estaba enojadísimo, o muy
sorprendido, porque a una compañera de la secundaria le habían propuesto
casamiento por Facebook. No lo culpo, pobre muchacho. Pero le hubiera venido
bien a esta historia que el muchacho punk alguna
vez gritara con locura.
(Mayo 2012)