martes, 24 de junio de 2014

Con luz de neón



Le dijo que la esperara en ese complejo de cines que está entre Cabildo y Congreso de Tucumán. Bastó con que ella se retrasara quince minutos para que él empezara a llamarla al celular sin tregua. Nunca había podido llegar puntual, ni siquiera diez minutos antes, así que la escena no resulta inesperada pero la repetición lo altera muchísimo. No quiere dejar pasar ni un minuto. Le va a decir que no la quiere más. Por eso se impacienta y empieza a llamarla con desesperación. Añora sus tiempos de fumador y mira a la gente que camina por la vereda hasta que se pone él mismo a dar una vuelta manzana. La avenida es ancha y luminosa, también fría, es invierno. Tanta gente no pasaba, era jueves, los dos lo sabían, la convención de no verse entre semanas había por fin sido resuelta en un complejo de cines el día que los dos trabajaban hasta no muy tarde. Se tardó más de lo que había previsto, el doble de tiempo. Ella todavía no está ahí. Un hombre se para en la misma esquina en la que volvió a estar él después de un rato. Ya pasaron cuarenta minutos. El tipo prende un cigarrillo y el chico le pide uno. También le convida fuego. Él le hace un chiste sobre el frío y el otro no contesta, guarda el encendedor y se va. Antes la vida era más simple, la gente podía conversar en la calle, ahora hay que tener suerte de enganchar wifi o 3g mientras vas caminando con el celular en la mano y revisar tus mensajes de whatsapp, piensa. Inmediatamente se da cuenta que pensó una estupidez y la tacha mentalmente. Se distrae mirando las vidrieras y empieza a caminar otra vez. Llega hasta un negocio de decoración. Hay un corazón gigante armado con luz de neón, parecido a las luces de los telos, abajo un sofá rojo con botoncitos, parece suave. Apoya la mano en el vidrio y también la frente. Se queda pensando un minuto. La recuerda. Va a terminar con ella y todavía no apareció. Se le abren los ojos por demás un instante, es el instante en que sabe que elegir desechar a una persona y sacarla de su vida nunca antes se le había hecho tan difícil como la decisión que estaba tomando frente al corazón artificial gigante. Qué manera burda de identificarse con sus emociones tenían los negocios, como si le hubieran recordado que la palabra amor también para él había sido kitsch y descartable como un peluche con la palabra bordada en una fábrica en China. A veces quiere estremecerse y le tiemblan las manos pero es su movimiento ansioso. Habrá pasado una hora desde que llegó a la avenida y sigue dando vueltas sin recibir un mensaje de retraso, ni un pedido de disculpas, ni un esperamequeestoyyendo, qué iba a hacer ahí. 
Atropella sus pies en el cordón de la vereda y se sienta unos segundos. Necesita recalcular su destino. A las once iban a encontrarse en el cine, podrían elegir una película o ir a tomar una cerveza al Escandinavo. Definitivamente iba a tener sexo con ella por última vez. Sexo de despedida o última cena, lo decidiría cuando la viera, ya eran las doce.
La noche anterior, cuando se sentó frente a la computadora para buscarla en el chat ya tenía la decisión formada. Ninguna de las canciones que ella le hacía escuchar le parecían interesantes y hacía una semana que la idea de levantarse a la amiga de su compañera de trabajo, la que siempre la esperaba cuando salía tarde los viernes con campera de cuero y medias de nylon, parecía algo inminente. Dos noches antes de las doce en Cabildo y Congreso había soñado que se acostaba con su compañera de trabajo y la amiga, descubría que eran bisexuales y que el mundo así era un lugar mejor. 
Los recuerdos copiosos de la memoria, las intervenciones de los sueños, la impuntualidad de ella, hacían del recorrido una carta de renuncia inapelable.  
No había venido. Tampoco iba a verla más. En algún punto la desaparición de la chica le regalaba un punto a su favor para el recuento de motivos al dejarla. Se lo agregaba a la lista mental que llevaba de desaciertos que había cometido y de los graves, era realmente el primero. No puede dejar de pensar en que le habían negado el sexo de despedida. Le da mucha bronca. Agarra el celular de vuelta, se fija la hora y empieza a buscar en el chat a la amiga de su compañera de trabajo. La encuentra. Le manda un hola acompañado de una carita con dos puntos y una "p" porque está conectada. Ella le responde en seguida y le pregunta qué hace en Nuñez. Inventó la siguiente historia, que iba a encontrarse con un amigo para ir a ver a unas bandas (siempre quedó bien cada vez que dijo la frase "ir a ver a unas bandas", en plural, como si no importara tanto qué banda se va a ver sino el hecho de ir a ver música), pero este amigo se había retrasado por una discusión con la novia y no sabía ya si hacía a tiempo para ir a ver a las bandas (siempre quedó bien cada vez que dijo la frase "discusión con la novia", siempre que se notara que no fuera él el que estaba noviando). Mientras chatean, camina bajando por Cabildo, quiere llegar a Juramento, algún bondi tiene que pasar. No es tarde y puede decirle de encontrarse en Palermo, o la puede pasar a buscar en taxi, tomar algo, pasar la noche. Todo parece ir bien, hace quince minutos ella le responde y propone nuevos temas, se burlan de la canción del Mundial, del gil del novio de su compañera de trabajo, ella le confiesa que si no tuviera novio ya le hubiera tirado onda porque es la mina más linda del mundo y justo cuando iba a decirle que ya que no estaban haciendo nada por qué no salir ellos dos, recuerda su sueño y se relame el inconsciente. Tardó dos segundos y alguien más había invitado a salir a esta mina, o no lo sabemos, le dice que se tiene que ir porque en un rato la pasaban a buscar y tiene que ducharse. 
Casi se le da, qué suerte la de algunos, pensó, y siguió caminando. En juramento cruza la avenida y llega a la parada de bondis que está siempre llena de gente, con la pizzería abierta las 24 horas al lado y los carteles luminosos rodeándolo todo. Al menos no está solo, esa noche lo abandonaron y a una hora y media del incidente que lo puso a caminar medio en círculos por la avenida se prende una luz verde en su celular. Es un mensaje de texto. Un amigo quiere saber si está en Capital para ir a un bar cultural en Villa Crespo porque lee poesía erótica una mina que está re buena y que todos se quieren voltear en la movida de poetas. Era muy tentador, pero él no quería hacer otra cosa. Se le acelera el pulso. Piensa en que va a dormir solo y que entre tanta gente esperando el bondi que nunca pasa no iba a remediar el pasado ni concebir el futuro ni acelerar el presente, mira a los costados y para un taxi. Le pasa una dirección y tarda exactamente veinte minutos en llegar al departamento donde vive la chica a la que va a dejar. Toca timbre y no contesta. La llama y no atiende. Entonces retrocede unos pasos hasta divisar el balcón del tercer piso en el que vive y grita: "no te quiero ver más, pelotuda". Lo grita más fuerte. "No te quiero ver más."
Ya no puede repetir la palabra pelotuda. Se le cerró la garganta y quiere ponerse a llorar. Nadie salió por la puerta a aceptar su despedida. Ni siquiera un mensaje al celular diciendo "por favor no me dejes". Nadie rogándole ni pidiéndole explicaciones. Nadie que lo quisiera aunque sea para que él pudiera pedir perdón luego. Nadie. 


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