jueves, 16 de noviembre de 2017

Cuando el cuerpo dice NO / Hijos sanos del patriarcado: Lima, Perú

CUANDO EL CUERPO DICE NO
Reflexiones en torno a la violencia de género


por Enidsa Novoa


Pasamos por cualquier camino, nos deslizamos por las calles, vemos miradas furtivas, algunas de ellas se clavan fuertemente en nosotrxs, otras veces alguien nos susurra cosas al oído, y muchas otras nos saludan sin ni siquiera conocernos. Se acercan , te hablan, te miran, te rozan, como quien tiene derecho a obtener de ti placer. Hay algo ahí que tenemos que deconstruir, y con urgencia.

En todos lados son aceptadas y normalizadas muchas formas de ser, sin ningún cuestionamiento. Formas que para algunas como nosotrxs sentimos que son violentas e invasivas, porque sabemos que son machistas.
Los días en que las noches se vuelven fiesta en el centro de Lima, también son días en que las mujeres salimos a divertirnos, a despejarnos de la semana o relajarnos. Son días que no pensamos que podríamos sufrir un episodio de violencia y de acecho. Somos cazadas todas la noches: desde el momento en que la disco te deja entrar gratis, el mensaje es claro, el placer es para ellos. Tú eres la mercancía. Me pregunto por qué.

Hay cosas que quiero seguir cuestionándome mucho más allá de el acoso callejero, problemáticas que están en la gente, desde su infancia, de su crecimiento social, ético o educativo.¿ Qué hace que una persona se aproveche de ti, que piense que un no es un sí y que siga adelante cuando le dijiste no?

Miles de testimonios dan fe de esto, de mujeres que dijeron que no y no fueron  escuchadas, de hombres que a la fuerza quisieron robarnos un beso y de hombres y también otras identidades que justifican estas acciones.
¿Qué sucede entonces con nuestra lucha?¿Qué debemos cambiar?, ¿Cómo debemos actuar frente a este tipo de acontecimientos? ¿Siempre vamos a vivir aceptando la violencia de género sin hacer nada?, ¿Acaso debemos tener siempre un arma al lado? ¿Aprender defensa personal? Por ahora sólo se me ocurre cuidarnos entre nosotrxs de estos seres que están en todo el planeta y a montones: son parte de un sistema patriarcal y de prácticas machistas.

Los momentos, la vida, los instantes en que suceden las cosas, y el momento en que nos damos cuenta sobre lo que sucedió son distintos tiempos. Muchas de nosotras procesamos lo que nos pasa referente a la violencia de diversas maneras. En algunos casos, lo podemos contar a nuestros amigos cercanos. Otras víctimas prefieren denunciarlo en redes. Otras hacen terapia. Otras se volverán más fuertes y harán escraches. Todas estas vías son válidas. Todas. Aún el silencio para lxs que todavía están procesándolo. Y se respeta. Debemos entender esos procesos si también queremos cuidarnos.

Cuidarnos en todos los espacios. Aún en los que parecen seguros o familiares para quienes nos relacionamos con el arte y las letras. Los espacios vinculados con la cultura no se escapan de esto. El testimonio de una compañera de Argentina nos demuestra que también en ambientes literarios y de autogestión pueden suceder los acosos, violencias y abusos. No ha sido la única persona acosada por el individuo que describe a continuación. Otrxs compañerxs también nos dieron sus alcances sobre hechos similares, por lo que advertimos que estos sujetos están avalados por el sistema patriarcal y tienen, para ello, sus modus operandi para realizarlo. El problema no es el arte, ni la poesía, ni la autogestión, ni la extranjería, ni el salir de fiesta. El problema de una mujer es la violencia machista del varón.
El relato de la compañera, a continuación.



Hijos sanos del patriarcado: Lima, Perú


Y ahora tiro yo, porque me toca.
Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota


Esa mujer, ¿por qué grita?Susana Thénon



Llegué a Lima el jueves 12  de octubre a la noche. Fui invitada al Festival de Poesía La Caravana y era mi primera vez en Perú. Los organizadores nos alojaron en un hostel céntrico llamado Mandala, que queda a una cuadra de la Plaza San Martín. Al comienzo de La Caravana, estaríamos sólo una noche en Lima, porque al otro día empezaba nuestro recorrido. En este breve tiempo, durante el jueves a la noche y el viernes, entre mañana y mediodía, conocí al administrador, quien se hace llamar Danavir. Parece ser que este es su nombre religioso: es un pibe Hare Krishna y aparentemente muy espiritual. Tanto, que renunció a su nombre anterior, Carlos Salazar Parra. No es un sujeto muy simpático pero tampoco mala onda. A mí, particularmente, me trataba con empatía, hasta me prestó un cargador para mi celular. No tuve más contacto que ese con él los primeros días. Al volver a la ciudad de Lima, promediando el bloque final del festival, nos hospedamos nuevamente en el Mandala. Durante estos días, Danavir se mantuvo simpático y entablábamos charlas amenas. Vale aclarar -siempre tengo que estar aclarándolo- que nunca le mostré interés en otra cosa más que charlar de la misma manera que converso cuando conozco a alguien. Vale aclarar que cuando digo “otra cosa” me refiero a un interés sexual. El punto al que quiero llegar es al siguiente: la última noche en Lima, mi última noche en Perú, este sujeto me atacó.

Con el grupo de poetas de La Caravana decidimos ir a bailar. Danavir quiso sumarse a nuestros festejos de cierre. Tengo que aclarar también, que accedimos a que viniera con nosotrxs porque, al ser contacto de los organizadores del festival por haber trabajado en el espacio antes de que funcionara como hospedaje (y finalmente en La Caravana), no nos dio motivos para negarle que se sume. Siempre tengo que aclarar estas cosas, soy mujer y tengo que ir por la vida explicando que yo no busqué que me acosara, fuera el contexto que fuera.

Con el grupo fuimos a un bar donde pasaban música de rock bailable. Estábamos entre borrachos y alegres. Danavir tomaba a la par nuestra. Decidimos ir a otro boliche al que quería ir hacía tiempo, La casona. Ahí la cosa empezó a ponerse turbia. Mientras bailábamos, en los momentos en los que bailaba sola, me tomaba de la mano o de la cintura y me apretaba contra él, contra su cuerpo, contra su pene. Otro punto a aclarar: sobre mi cuerpo decido yo. Vale decir, que si elijo apretar mi cuerpo contra otro varón, esto no significa que automáticamente mi cuerpo, ya culturalmente sexualizado, estuviera habilitado para ser tomado por otro varón sin consentimiento. Esta situación se repitió un par de veces y siempre lo alejé, de manera cordial y tratando de no romper con el clima festivo. Porque ahí está la cuestión. En un ambiente de festejos es difícil pensar hasta qué punto no es una la que está exagerando y hasta qué punto vayamos a arruinarle la noche a todos si alzamos la voz, si armamos una “escena”. Frente a estos casos, si veo que el peligro no es mayor, con decir que no, o expresarlo físicamente, o con gestos, me pienso segura. Pero no estaba en un espacio seguro. Ningún espacio es seguro para una mujer. A pesar de que sé de primera mano que en los arreglos de hospedaje, los coordinadores advirtieron sobre la pronunciación antipatriarcal del festival, y que también advirtieron que ningún tipo de violencia machista iba a ser tolerada, los espacios seguros no existen para nosotrxs.

Cuando terminó la noche en el boliche y decidimos volver al hostel, siendo ya pocxs lxs que nos íbamos a quedar a dormir en el Mandala, estando todxs  muy ebrios, nos fuimos caminando. Durante el trayecto de pocas cuadras, les dije que me estaba haciendo pis. En los baños del piso del hostel donde estábamos los poetas, no había papel. Lo recordé ni bien empecé a sentir que me meaba. Danavir me dijo que en el baño del piso de arriba había papel higiénico y que lo podía usar. También acotó que estaría bueno hacer una orgía. ¿Orgía?, pensaba. Si quedábamos tres personas y con la única que él había mostrado interés era conmigo. Si quedábamos tres personas y en todo caso, lo que él proponía era un trío. Si quedábamos tres personas y yo a él no lo veía cogiendo con otro varón. Lo corregí y descarté su propuesta. Reflexionando a la distancia, este asuntito del uso de la palabra orgía en un contexto en el que ni semánticamente se correspondía, me deja pensando si no se trataba de una estrategia para encubrir en una práctica que muchos sectores disidentes toman como deconstructiva, su intento, nuevamente, de tener contacto conmigo. Seré paranoica, pero los varones cis y sus discursos diseñados a la medida de la feminista de turno, me encienden todas las alarmas.  

Cuando llegamos al hostel, me indicó dónde estaba su baño. Entonces fui, pensando que las personas que quedábamos, iríamos a subir. Entré muy rápido y el baño quedaba dentro de la habitación, creo que esto se llama baño en suite. Con mucho alivio de haber meado con papel a mano, salí y ahí estaba Danavir esperándome. No tenía por qué hacerlo pero lo hizo. Para este punto, yo ya me había convertido en una Ariadna frente al Minotauro en el laberinto. No entiendo cómo ocurrió, porque me fue difícil reconstruir la escena, pero salí al balcón de la habitación pensando que nuestro otro compañero de salida, el único que quedaba en pie, iba a subir. Fueron segundos de confusión, un lapso de tiempo en que me sentía perdida y sin noción de lo que estaba ocurriendo. Entre la confusión, Danavir me tomó contra él y me besó. Reformulo: me metió la lengua hasta la garganta sin pedir permiso. Reformulo: sin consentimiento. Rememoro la escena y pienso que estaba entre shockeada y sorprendida. Y además, con la guardia baja por todo el alcohol y demases que tenía encima. Me negaba a pensar que estaba yo, feminista militante, siendo abusada en ese plano de realidad. Cuando reaccioné, lo separé y le dije que no quería estar ahí ni con él. Le dije que estaba cansada y que me quería ir a dormir. Se lo dije varias veces, y cada vez, me insistió y me agarró contra él, para besarme nuevamente. Esta situación se repitió un par de veces y en este punto, era insostenible estar en esa habitación. Tenía miedo y quería irme. Me dijo que podía quedarme a dormir en su cuarto, me ofrecía agua, me decía que él no tenía problema. Claro que no tenía problema. ¿Se percataría él que el problema lo tenía yo? Mientras me alejaba y él me tironeaba para adentro, ya más cerca de la puerta, un instinto de supervivencia me condujo a actuar de la siguiente manera: lo besé yo unos segundos, con muchísimo asco, por cierto, y le dije que estaba muy cansada, que estaba todo bien con él (no era cierto) pero que no quería HACER nada. Que sólo me iba a ir a dormir. En resumen, le hice creer que no lo estaba rechazando para safar. Logré soltarme y bajé al piso donde nos alojábamos. Ahí encuentro en un sillón a unx compañerx sobreviviente de la noche. Detrás mío, Danavir. Me había seguido. Me estaba controlando o me estaba yendo a atacar a la habitación, no lo sé, pero me deja pensando esta cuestión de que los varones sólo respetan a una mujer y la dejan tranquila si interfiere la palabra o presencia de otra persona con pene, aún desconociendo lo que había pasado minutos antes. Porque cabe una mínima posibilidad de que se haya preocupado por lxs otrxs compañerxs borrachxs. Pero en todo el tiempo que me esperó afuera del baño y que me retuvo en su habitación, nunca se preguntó por qué no había subido nadie más. Entiendo que, por el contrario, le quedaba muy cómodo, y me arriesgo a decir que, dadas las circunstancias, se había sacado un problema de encima.

Durante la mañana siguiente no me lo crucé, y a la tarde, antes de ir al aeropuerto, lo vi unos segundos y no nos saludamos. Señales del horror o de la reminiscencia: cuando no puedo verbalizar algo, porque no lo entiendo o todavía no lo hago consciente, se me retuerce un poquito el estómago (el cuerpo tiene memoria, explica Foucault). Esto mismo me pasó cuando lo vi. Desde entonces y desde que volví, no tengo contacto con él.

Algunas conclusiones

Este tipo de varones atacantes tienen formas de proceder y por lo que hablé con otras mujeres, se conforma en un modus operandi que se articula de la siguiente manera: acercarse a la mujer en un contexto íntimo y festivo, preferentemente con alcohol y sustancias encima. Hacer uso de su confianza con el grupo al que acompaña. Encontrar una excusa para llevar a la víctima a un lugar en el que se siente cómodo, en este caso, cerca de su habitación o dentro de ella. Tomarse la atribución de tocar, apretar, besar o retener un cuerpo femenino.

¿Tengo que repetir, a esta altura del proceso de concientización que llevan adelante los colectivos feministas, movimientos de mujeres, luchas históricas, que mi cuerpo es mío y decido yo? ¿Que si me beso, aprieto o acuesto con un varón, es bajo mi consentimiento, y que si no hay consentimiento se trata de una agresión, abuso, violación? ¿Que si me ven tocándome, apretándome o besándome con alguien, esto no habilita a otros varones a que piensen que me vuelvo “accesible” para todos? ¿Que si estoy borracha y digo que no, es no, y que si estoy borracha y digo que sí, también es no? Para los conservadores que no lo saben, para los que justifican machos y no lo entienden, les recuerdo que aun borracha, mi no fue rotundo y que, en todo caso, una persona ebria, no está habilitada para dar consentimiento.

Yo sé que no hay lugares completamente seguros para las mujeres en este mundo. Pero no voy a dejar de salir con amigxs, no voy a dejar de viajar por otros países, no voy a dejar de desear y ejercer mi sexualidad con quien yo decida. Esto que me sucedió no me alecciona, no me paraliza, no me enmudece, no me mutila, no me pasó por primera vez, no me da miedo, no me castiga y no me siento culpable. Muchxs se preguntarán por qué no reaccioné de otra manera. Por qué me emborraché en una ciudad que no es la mía con gente que no conocía tanto. Por qué no salgo con un gas pimienta a todas partes. Por qué no lo confronté antes de irme. Mi perspectiva es más sencilla: porque lo más difícil que me toca con cada abuso, es asumir, tristemente, que yo también fui abusada. No hay proceso más difícil y duro que hacerlo consciente. Y nuestra mente reprime, disocia, paraliza. Decir que me abusaron es un acto de empoderamiento. Y contra los machitos violentos, todo el poder de la palabra. No sólo soy poeta, también soy militante y tengo plena consciencia de que lo personal es político. Cuento esta experiencia desafortunada porque sé que se replicará en otras mujeres que quizá no se animan todavía a contar lo que les pasó. Cuento porque estos sujetos no se “confunden” ni se “equivocan” sino que actúan de forma violenta de manera sistemática. Cuento y lo hago público, porque de manera privada, supe que esta historia, en el hostel Mandala, ya había sucedido*. Paremos la rueda. Intentemos torcer el destino de violencia machista: Carlos Salazar Parra, alias Danavir, es un macho abusador y este es mi descargo.

* Aleccionador para nuestras luchas: en el momento en que la organización de La Caravana y sus contactos tomaron conocimiento sobre estos hechos (y los varios testimonios que salieron a la luz a partir de contar mi experiencia) rompieron con los acuerdos de trabajo que tenían con Danavir y el Hostel Mandala, como corresponde. No agradeceré más de lo debido. Hicieron lo que tenían que hacer.


lunes, 6 de noviembre de 2017

Genealogía personal de las violencias imperceptibles: estrategias del macho 2.0



(…) es una antología democrática
Pero por favor no me traigas
Ni sanas ni idependientes.
Susana Thénon

    Soy una mujer blanca, hetero cis, educada, psiconalizada hasta el hartazgo, me han dicho que cumplo ciertos requisitos de la belleza hegemónica, tengo un trabajo estable y en blanco, con un puñado de derechos laborales y en constantes procesos de deconstrucción. No recuerdo el momento en que me sentí y me asumí feminista pero fue una toma de consciencia que me atravesó desde muy chica. Al tiempo que iba conociendo las prácticas machistas y visualizando el poder de aplanadora social que practica el heteropatriarcado sobre nosotrxs, fui, no sin dolor, desterrando de a una, con lupa y bisturí, las costumbres, ideas y prácticas culturales con que perpetuaba el sistema de dominación en el que me asumo con ese puñado de privilegios que enuncié al comienzo, y con las violencias y abusos que adoctrinaron mi cuerpo, mi pensamiento y mi existencia en tanto mujer.
    Siempre me gustó pensarme como una mujer independiente y educada ante todo. Puse en mi formación académica las fichas más valiosas de mi tiempo. La independencia económica me la enseñó mi mamá cuando se divorció y volvió a trabajar para sostener su vida y en gran parte, la mía y la de mis hermanxs. Traté de tener siempre un trabajo en blanco y seguro. Soy docente, también como mi madre. En mi práctica artística apuesto a la autogestión. En la lucha, me organizo con compañerxs en el guevarismo. Regionalmente, elegí seguir viviendo en el conurbano. Intenté descentralizar los espacios de circulación de poesía desde la gestión cultural en los lugares que habito. Desde mi casa hasta la universidad. Me reconozco militante las veinticuatro horas del día. Pero el patriarcado se me cuela, me desborda, me limita y me duele en lo más hondo.
    Siempre fui de boca floja, de lengua karateka, no tengo problema en confrontar y defender mis ideas. Me cuesta más poner mis ideas en cuestionamiento, pero eso es otro asunto con el que lidio a diario no sin menos dolor. Así, independiente, educada, feminista como me reconozco, no fui ajena a las violencias machistas. Pude detectarlas y denunciarlas en procesos de emancipación y lucha social, en la esfera más visiblemente pública pero en lo privado siempre hice agua y me costó muchísimo vislumbrar las causas (no por nada, lxs feministxs entendemos que lo personal también es político).
    La opresión del patriarcado del siglo XXI, despliega estrategias de quebrantamiento para nosotras, mujeres autproclamadas empoderadas, más imperceptibles que nunca antes. Quiero decir con esto que esas estrategias también fueron invisibles para mí durante casi toda mi vida. Quiero decir con esto que, en consecuencia, debe haber miles de estrategias más que al día de hoy todavía no veo, no percibo, no registro, y me violentan.
    El desafío del patriarcado del siglo XXI es desbaratar los movimientos de mujeres desde adentro. Adopta forma de virus y se contagia de manera asintomática. Cuando se empiezan a percibir las marcas que adopta, ya es un poco tarde para razonar y recordar: ¿en qué momento me contagié esto? ¿Cómo pudo meterse tan silenciosamente en mi cuerpo? ¿Por qué me ataca desde adentro? ¿Cómo yo, feminista, tan inteligente que me creía, tan deconstruída, no lo ví venir?
    Ejemplifico esto desde mi experiencia personal pero, nuevamente, me reconozco en las historias de mis pares. En conversaciones eternas con amigas, en cuestionamiento a los varones que me confían sus miedos, en los compañeros de militancia de quienes también dudo bastante.
    Recuerdo escucharme dándole consejos a amigas sobre cómo debían poner fin a una relación opresiva y encontrarme a mí misma en situaciones similares sin saber para dónde correr. Entiendo que enuncio en voz alta, frente a cualquier varón que conozco, que no sólo soy feminista y no sólo no quiero casarme ni tener hijos ni depender económicamente de ellos como método de defensa y de cuidado y que bajo ningún punto de vista tolero violencias ni agresiones. Pero en ese alzar la voz, puse todas mis cartas a la vista y todos –digo bien, todos- los varones con quienes me relacioné afectivamente, tomaron ese discurso en mi contra cada vez que me violentaron. Importante: en esta nota NO hablaré sobre mi padre. Freudianos, abstenerse: me limitaré a los varones que conocí desde la adolescencia en adelante.
    Hablaba de las formas imperceptibles de esta violencia que nos contagia como un virus desde adentro. De eso se trata. La violencia de los varones machos de estas épocas, toma nuestros argumentos y consignas de lucha en nuestra contra y nos silencia, cuando no nos mata, a las que estamos vivas y luchando.
    Un breve recorrido biográfico sobre mi vida afectiva ilustra estas experiencias. Mis experiencias personales son hoy, experiencias de cuestionamiento político.
    Cuando entré en la adolescencia, y mi cuerpo empezó a cambiar, los varones y las mujeres se encargaron de señalarme esta transición al mundo de la sexualización de mi cuerpo. Una hipersexualización que estaba legitimada, desde su punto de vista, por atributos físicos particulares dotados por mi biología y carga genética. Digo esto no por defender ideas biologicistas, sino porque son las ideas del enemigo: sexualizaban mi cuerpo con el argumento de que mi cuerpo tenía características aparentemente sexuales de por sí: curvas, tetas, culo, piernas, atributos que hacen a mi particular fisonomía y que de ninguna manera elegí tener. Cuando mi cuerpo se puso curvilíneo, ahí estaban ellxs para decir que era por eso que lo sexualizaban, haciéndome pensar que la sexualidad tenía más que ver con cómo me veían los demás que como yo podía construir mi deseo. Recuerdo un comentario, a los once años: “el vecino dice que te estás poniendo linda.” Y tenía que comérmelo, al comentario, porque, desde su lógica, tenía que ver más con un producto de mi cuerpo que con una práctica cosificante. Esto me condujo a establecer límites: no quería ser apreciada ni juzgada por mi físico. Quería ser valorada por mis ideas y mi mundo interior. Hice carne estas ideas, empecé a escribir poesía, estudié literatura, hice los procesos para lo que en ese entonces significaba enriquecerme por dentro y si alguien quisera valorarme debía hacerlo por considerarse una par intelectual y no por halagar o señalar la carne que me contiene. A los catorce años, un compañero de taller literario que por esa época tendría entre treintaycinco y cuarenta años, empezó a acercárseme poniendo como eje del acercamiento, que le interesaban precisamente, mis ideas y mi mundo interior. No me decía que era linda. Me decía que era inteligente, que era talentosa, muy madura para mi edad. Esto último, lo peligroso. Es fácil que a los catorce años una no perciba a los pedófilos porque ya se cree muy adulta y más si nos dicen precisamente, que somos muy maduras para nuestra edad.       La herramienta que tienen es alimentar nuestro ego intelectual. Nos reconocen como mujeres inteligentes. Pero cuidado: lo imperceptible del caso es nuevamente que este es el disfraz del lenguaje con el que nos contagian y nos destruyen por dentro, porque por cada “sos muy inteligente”, había una contracara de limitación de mi deseo, el que iba proponiendo límites y reglas del juego era él. No recuerdo por qué, ese intento de levante patético de este hombre que era además, padre de un compañero de la escuela, quedó en charlas en su auto las veces que me ofrecía acercarme hasta mi casa. Su segundo disfraz era el de hombre sensible. Hoy, en la distancia, veo a un lobo disfrazado de cordero, y manipulador, muy manipulador. Le diría a todas mis alumnas que, les digan lo que les digan, no confíen en ningún hombre que quiera tener una relación personal o ínitima con una niña de esta edad. Y estoy siendo generosa: les diría que no confíen en ningún varón. Pero eso lo argumentaré luego.
    Mi educación secundaria fue fácil de atravesar porque el discurso conservador, machista y sobre todo, antiabortista fue detectable a simple vista y no me costó pararme en la vereda de en frente para cuestionarlo. Los trabajos prácticos en los que nos hacían buscar fotos de fetos descuartizados me conmovía, pero no me ganaba la línea, siempre traté de tomar consciencia desde el punto de vista del conflicto social, de clase, de género.
Las dificultades se volvieron más perceptibles en la universidad. Estudié la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires. Mi aspiración de hija de familia obrera –literal, mi papá trabajaba en Ford y como conté antes, mi mamá docente precarizada- era ingresar en lo que yo entendía, era la meca del conocimiento. Quería ir a aprender todo lo que pudiera, quería ser como Silvio Astier cuando entraba a quemar o robar una biblioteca. Una especie de equilibrio de clase y de oportunidades. Hice todo lo posible por cursar y aprender, pero no tardaron en hacerse carne las estrategias de opresión que operan sobre nosotras, de vuelta, las independientes, las empoderadas, las educadas, las feministas a las que ciertos sectores, con algo de razón, llaman feminismo burgués.
    En el 2010 me mudé con una amiga. Me sentía más independiente que nunca. Podía hacer a mi antojo en el espacio reducido que era un departamento minúsculo en un barrio cheto de Capital. Hicimos fiestas con amigxs, compartimos gastos, nos divertimos. Una de las últimas semanas que viví en esa casa, mi compañera de casa no estaba y yo cachondeaba con un chico que me gustaba hacía tiempo. Lo invité al departamento. Era una mujer independiente y libre, reitero, me sentía indestructible. Hasta que en el sofá, sin preguntar, me metió el pene en la boca sin preguntar y sin preservativo, y yo, sin capacidad para espantarme todavía, creí, me convenció de que la libertad sexual era eso: hacer cosas que no haría una conservadora. Si yo quería sexo casual, tenía que acostumbrarme a que iba a ser así. Cuando lo veía a lo lejos en algún lado, me generaba una sensación de alarma en el cuerpo que me dejaba pensando por qué lo siniestro del asunto. Por qué la sensación de huida. Las señales del cuerpo frente a un agresor suelen empezar con un cosquilleo en el estómago. Cuidado: este cosquilleo del terror se parece mucho al de las mariposas en la panza que nos enseñan del amor.
    El mismo año me enamoré perdidamente. Y digo perdidamente porque en esa concepción del amor que tenía para esa época, enamorarme era perder, siempre perder. Yo me sentía la eterna perdedora. Me reía de eso, lo satirizaba, me convertía en una caricatura de mí misma bajo la siguiente justificación: soy demasiado independiente, demasiado inteligente, los hombres se espantan de este tipo de mujeres en este siglo de empoderamiento femenino. Grueso error, diré hoy, noviembre del 2017, con 28 años a cuestas.
    Un vínculo que comenzó con la siguiente advertencia: mi ex está loca, estoy muy herido, no quiero compromisos, pero salgamos. El varón en cuestión me propuso quererme, decirme literamente “te quiero”, y en ese proceso, operó en silencio para mutilarme, limitar mi deseo. Como yo era muy independiente, repito, no me interesaba una relación de compromiso o “seria”, como llamábamos por esa época a las relaciones monogámicas. El error era pensar que una relación libre no tenía que ser seria, hoy me angustia. Siempre tienen que ser serias las relaciones, duren lo que duren, tengan los arreglos que tengan. Y con esto no me refiero simplemente a tener las cosas claras desde el principio. Porque el discurso de los machos funciona así: te dicen de entrada que no quieren compromiso pero juegan al novio y cuando respondés al afecto y al tipo de praxis que van construyendo, te recuerdan que vos misma aceptaste no tener nada “serio” y que por eso no pueden seguir más tiempo juntos.
    Por situaciones así pasé decenas de veces. Mi manera de evitar la monogamia y los mandatos de género que creí que eran los únicos que oprimían a las mujeres, era buscando varones con afinidades artísticas o intelectuales y desde ahí tantear políticamente su aceptación de mi feminismo y mis luchas. Da la casualidad que todos se maravillaban ante mi discurso y no tenían ningún drama en que yo pagara a medias, o en muchos casos, la totalidad de salidas, telos, entradas a cine o recitales. Otra casualidad sorprendente es que todos estos varones compartían el mismo discurso: te admiro pero no quiero nada serio. Te valoro intelectulamente pero no te enamores. Me gustás físicamente pero no te lo digo porque no lo considerás un valor. Entonces tengamos sólo sexo porque está bueno y porque también te quiero.
    Ese esquema de relación que creí libre fue un tormento carcelario durante años. Llegué a pensar que todos los varones que me iba a cruzar en la vida serían así y que mi culpa estaba en no poner las cosas más claras o los límites de manera más precisa como hacían ellos. Quizá debería decir yo al comienzo de una relación: “me interesa compartir con vos” o “no creo en la monogamia pero sí creo en el respeto”, o “si bardeás a tu ex, que también es mujer, temo que yo sea la próxima bardeada”, o “no me pongas a competir con otras mujeres por tu atención porque eso no es amor libre sino narcisismo machista” y por último “si te escribo un poema o varios no significa que me quiera casar con vos, significa que soy poeta y punto, salame”.
    Recuerdo puntualmente una situación en la que estaba nuevamente perdidamente enamorada de un varón que me parecía el más sensual y talentoso del país. Me angustiaba que no me tenía paciencia. O me hacía creer que yo era una pesada por buscar su afecto o dejar que la relación prosperara en otros sentidos. Luego de meses de intenso descubrimiento mutuo e introspección, donde parecía que nos entendíamos en una burbuja hecha a nuestra medida para la mente, el cuerpo y la cama, me cortaba. Al tiempo volvíamos a vernos y nuevamente, quería terminar la relación. En todo este tiempo siempre me echaba la culpa de que era porque yo me enganchaba con él y parecía ser que yo no entendía que él no quería nada conmigo. Es decir: me decía que me quería y que flasheaba en colores conmigo. Que me admiraba y que lo había ayudado a crecer en aspectos infinitos. Que lo calentaba hasta el abarrotamiento. Pero que yo no entendía que él era claro al decirme que no quería nada conmigo. Algunos grupos de amigxs me decían que yo no me valoraba por salir con estas personas. Siempre fui muy defensora de mi deseo y aunque me costó empezar a empoderarme en este sentido, siento que aprender a desear fue una reconquista de mi cuerpo. Entonces me dejaba llevar por el deseo hasta la fractura de cráneo contra el paredón del límite del macho. Porque los machos siempre nos ponen límites.
    Recuerdo también a algún que otro docente de la facultad con quienes me involucré que, antipatriarcales y aliados feministas como se reconocían, me pedían, me rogaban, (¿qué flasheaban, loco?) que no me enamorara de ellos (¡awantá!).
No diré que manipularon, aunque lo hayan hecho. No diré que me violentaron, aunque el chico talentoso una vez me gritara en su auto “si no te gusta, que te garche otro”. No diré que no hubo responsabilidad mía en el asunto, aunque me creyera muy consciente y deconstruída. El macho a la medida de la feminista es un macho de izquierda, progre, también educado, que opera desde las sombras. Los machos que abordan a las feministas, tienen en claro que no queremos monogamia ni casamiento pero se las ingenian para tenernos como su propiedad: La dificultad está en todos estos casos, de ver en qué medida esos discursos hechos a medida de la feminista del siglo XXI esconden una necesidad de coartar nuestro deseo para poseernos. Porque en ningún momento ninguno de estos varones me pidió que me quedara a su lado. Simplemente lo hice.
    Pero del dolor que me generó el poeta feministo progre que me cogió una mañana cuando yo no quería bajo la premisa “un poquito nada más”, o del antropólogo progre que admiraba mi lucha feminista que se sacó el forro sin avisar bajo la premisa “creí que vos querías así” o del filósofo snob que se hacía el boludo para responder mensajes y me decía que “no usaba el celular” y que no lo molestara, o del zurdo que eternamente me tenía en tono de espera con su “no es que no quiera, es que no puedo”.

    Sus discursos son alarmas de peligro y hay que oírlas. Porque no existen espacios liberados de machismo, y podemos ser muy feministas pero además somos mujeres y el patriarcado sigue operando y mutando para sobrevivir. Nuestra tarea queda en escuchar a nuestro cuerpo y sobre todo, a nuestro deseo. La violencia también es el mutilamiento del deseo y nuestro dolor es el síntoma. Qué hermoso sería recuperarlo. Qué hermoso sería dejar de vivir en esta paranoia cada vez que conozco a un varón. Qué hermoso sería entablar vínculos sin poner la fecha de vencimiento anticipando el límite del noteenamores que vendrá. Qué hermoso sería este terreno ganado para mis compañeras feministas. Qué hermoso sería, ya que la heteronorma me ganó para sí, el equilibrio de un varón que no me limite el deseo y que no me haga sentir culpa por lo que soy y defiendo. Digo qué hermoso, porque con los machos infiltrados, como dijo el cuervo: nunca más.

(Invito a lxs compañerxs a que me compartan sus fragmentos discursivos o historias que entren en este tipo de violencia silenciosa, a la que llamo mutilación del deseo femenino como método de opresión de las mujeres feministas. Las iré adjuntando de manera anónima al final de este texto.)