Si me preguntás
a mí, un pelotudo. Así nomás. Yo soy de las personas que para dormirse se sacan
toda la ropa, hasta la última prenda. Me gusta dormir en bolas. Tiendo a pensar
que la ropa es una de las tantas formas de opresión que las normas sociales
adaptan para cada uno de nosotros y que el placer de dormir, el verdadero
placer de estar en la cama, se disfruta sin ropa. Cuando estás desnuda y las
sábanas te rozan los pelitos de los brazos y las piernas, y te llevás el manto
hasta la nariz y estás envuelta, es como si nadie te viera, como si nadie
supiera de tu existencia.
Debe haber algo en los seres humanos que nos devuelven a la desnudez. Por eso desconfío de los que duermen en piyama tanto como me preocupan las pirañas.
Debe haber algo en los seres humanos que nos devuelven a la desnudez. Por eso desconfío de los que duermen en piyama tanto como me preocupan las pirañas.
Mi ex era un poco así. Cuando lo conocí era
diferente, no vayan a pensar que me enamoré de un pelotudo. No, cuando lo
conocí nos la pasábamos en pelotas rodando entre las sábanas que eran como
nuestro santuario. La piel tiene una transparencia que nos calma la mayoría de
las veces. Es susceptible ante el recuerdo e infame respecto del futuro.
Claro que me
encantaba estar desnuda con él, era el paraíso. Hay una expresión para esto que
estoy contando: “como conejos”. Así éramos. Como una oda a la noche y a los
días, llega un momento en que el día se confunde con la noche y perdemos la
noción del tiempo. Es totalmente necesario hacerlo una vez cada tanto. Hacerlo
en ese sentido, en el de hacerlo para hacernos uno con las sábanas en nuestra
desnudez, con un ritmo preciso pero inventado también por nosotros. Es
necesario confundir el paso del tiempo y no saber a qué hora suena la alarma
para levantarse e ir al trabajo, casi tan necesario como dejarse crecer el bigote
y depilarse justo antes de salir a la calle. Ahí, en esos tres o cuatro milímetros
de bello facial que quedan impresos en la cera está la muestra del paso del
tiempo, de todo lo que hicimos. Entonces salía a la calle con el bozo todo
colorado y no me daba vergüenza porque para mí era un secreto que compartíamos sólo
con mi piel.
Pero la vuelta a
la casa era fatal. Porque la mayoría de las veces no quería cocinar y él ya
estaba en la cama y yo me emocionaba y ¡ay, lindo, no me esperes que ya voy!
Hasta que empezó a quedarse dormido, o hacerse el dormido, y me di cuenta de
que había reemplazado a mi piel por su piyama.
El muy ridículo se acostaba a dormir a las nueve y yo me tenía que quedar leyendo al lado de la computadora con la luz de morondanga que tenía la lamparita del velador que desde hacía años alumbraba poco porque llevaba un foquito, aunque redundante, bueno, chiquito. Y yo me ponía a leer a Fogwill, cosa que él odiaba, lo acusaba de sexópata, ¡el muy ridículo! Como si se hubiera olvidado de todas las cosas que habíamos hecho tan parecidas a las que leía en Fogwill. La moral pinta cuando pinta, y la moralina es el opio de las parejas. De repente ya no quería que nos desnudáramos todos los días y de un día para el otro se empezó a dormir para un costado de la cama y miraba a la pared, yo pensaba que estaba nostálgico, digo, esa enfermedad que le agarra a los posmodernos (porque él era un poco así) cuando en realidad sucedía que tenía un piyama a rayas, como un preso prototípico de las películas americanas, o las argentinas viejas muy malas, y le quedaba tan ridículo que un día se lo escondí en un cajón del placard que usábamos para guardar toallas y él no lo encontró y desesperó y se puso a llorar solo en un rincón a la hora de la comida.
Y eso fue hace muchos años ya. Después de ese día todos en casa entendimos que algo había cambiado, que la piel de mi piel ya no era mía, y empecé a cercar los espacios de la casa, empezando por el ropero. Quise tirarle el piyama pero lo fue a buscar a la bolsa de la basura en la calle. Quise comprarle boxers, y la tradición se lo impedía, era un hombre chapado a la antigua, de verga en calzoncillo.
Supe que le
molestaba que sacara el tema del “piyama del orto” cuando le hacía chistes
sobre sus nuevas costumbres caseras, y me las tuve que ingeniar para aprender a
vivir más sola, porque habíamos llegado a un punto en el que discutíamos por
ver quién tenía razón sobre la correcta escritura de la palabra, y para mí se
escribia piyama, con y griega, y
además le agregaba siempre, como un sufijo, “de mierda” (o “del orto”).
Había otros días
en los que me sentaba en el borde de la cama y lo miraba a él en el mismo
costado de siempre, y yo pensaba qué hermoso había sido haber pasado en el
mismo colchón tantas maravillas antes, tanta soledad apilada para colisionar
dedo a dedo, quedaba de eso apenas un rastro en las marcas de sus talones,
porque andaba en patas, siempre descalzo, y yo le hacía cosquillas, y él se
reía un rato… me miraba, desplegaba una sonrisa momentánea y bostezaba, daba
vuelta la cabeza que apoyaba en una almohada y cerraba los ojos y se dejaba ir.
Ridículo.
Cuando pusimos
Internet en casa, busqué en Internet y
en casa, maneras de distraerme y hacer de cuenta de que podía dormir al lado
tuyo, sólo que ahora con una computadora portátil, que era la que me daba ese
calorcito en la panza (porque la usaba sobre mi falda) que antes me dabas vos. Me
aburrí. Empecé un taller de tejido artesanal. No fui más. Me compré libros,
muchos libros. No los leí. Te dije algo al oído, no me diste pelota. Y te dejé.
Porque sos un
ridículo. Amante de la noche pero de las noches de desgracia que vos mismo
reclamabas para vos, y de las miserias de la vida que te ibas poniendo en los
bolsillos de ese piyama de mierda que un día agujereé por resentimiento. Sos un
neófito en materia de levantarse cada día porque siempre había estado yo
despertándote con mis besos desde el día que nos conocimos y no me daba cuenta,
habían perdido la fuerza que habían tenido.
¿Qué queremos,
cuando queremos a alguien? Hay una totalidad que subyace, hay un misterio que
reprime y hay un cuerpo que concreta, ese cuerpo que extraño, cuando me doy
cuenta de que somos distintos, porque yo soy toda sexo, mierda, necesito de tus
brazos, (y de tu p... iel), tanto como necesito de los míos para hacer lo que hago con mis manos,
pero las veo quietitas a las tuyas, tan ridículas,
que un día no pude dormir más con vos así (con piyama, grandísimo pelotudo) que
me tuve que ir a la mierda.
4 comentarios:
ajajjaja MARAVILLOSO <3
Excelente blog. ¿Cuándo vas a escribir un libro, Flor?
Jajajaja, cuando me anime, cuando termine la carrera, cuando me siente a escribir en serio.
Gracias, Teo :)
me encanta!
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