viernes, 13 de mayo de 2016
Una lectura neurótica del desamor
Cuando entendió que el aparato a través del cual imaginó el encuentro de foto a foto, de mensaje a mensaje, de voz a voz y con suerte, entre cuerpo y cuerpo, no iba a suplantar la vuelta al medio más rudimentario, en el que a la oralidad sólo le cabe besarse y cumplir su destino de barbarie posmoderna, ese día pensó que rebelarse contra los medios modernos de comunicación es poner el cuerpo, y en ese momento visualizó finalmente cada fracaso en cada intento de decir la emoción en presencia de él. A su construcción deliberada y pampeana de provincia desierta de razón le gana siempre la violencia y por eso cuando dice algo lo dice con agresividad, como si estuviera en última instancia diciendo por su vida, delimitando las fronteras de su cuerpo, luchando por la enunciación que irónicamente tanto le cuesta.
Entonces cuando él llegaba a la provincia, con su traje de civilizado, recién ahí se abrían los dos paradigmas de los relatos con los que únicamente puede reconstruir la historia, porque ella, bárbara y gauchesca como la más primitiva tradición literaria iba a enfrentarse por primera vez a la obstinada línea arltiana de hombres rabiosos y melancólicos, virulentamente vanguardista, como él se llamaba a sí mismo, la vanguardia, o retrofuturismo, el absurdo del presente, como le contestaba ella. Del romanticismo de las llanuras a las imágenes expresionistas que evocaban los modos de hablar de él había mucho de pelea entre lo animal y lo maquinario y quizás en ese desajuste se concretó alguna vez el punto de contacto más eléctrico y prolífico. Si ella encarnaba la literatura gauchesca, la barbarie y su género predilecto era la poesía, a él lo deslumbraba la narrativa europea, autores italianos que ella nunca pudo -nunca quiso- recordar, entre citas y reescrituras de la biblia por su parte, y alusiones a cantos villeros del conurbano y héroes que morían enfrentándose a la policía, o enfiestándose fuera de la ley, por la de ella.
Porque si la mujer era romanticismo, ya no era la cautiva en fuga de Echeverría, sino la fabricación posmoderna de Ema de Aira, instalada en la provincia, engordando faisanes, o poemas, paradigma de lo absurdo de una resignificación femenina en la literatura de la década en la que nació, de los tiempos en los que peleó por inscribirse. Nada de sentimientros alegóricos de su tierra, más bien invasión desde la provincia hacia el centro, aunque tardara hora y media entre tren y colectivo.
Pero, como dice Leónidas, a la literatura gauchesca, el disfraz de gaucho no le queda del todo cómodo y previsiblemente, ella, tan romántica se convirtió también de a poco en una imagen bufonesca de sí.
Cuando le contestaba que estaba todo piola él sabía que había cierto esfuerzo de imitación del territorio y un poco de ocultamiento de lo trascendente que apenas dejaba entrever. Porque a pesar de todo, podía pronunciar en perfecto inglés las bebidas ostentosas que él tomaba, una gama de whiskeys que se negaba a beber pero que podía enumerar con soberbia. Fernet con Coca, iba a pedir siempre, a servirse siempre, a servirle a él. Si le ganó la barbarie el corazón es porque la razón no ocupa lugar en las emociones y en ese gesto, había también una declaración de principios. Siempre iba a preferir el sentimiento por sobre el raciocinio, y particularmente en esta historia, a la ciencia, a todo lo que se negaba para sí y que fue transmutando prontamente de objeto de estudio a objeto de deseo, lo que dejaba fuera de sus lecturas, e iba a buscar en este hombre Erdoisain de corbata y confabulaciones soberbias, oscuras, de cabellera engominada que transita Buenos Aires, todavía, como un fantasma con sombrero y fumando de una pipa.
Hay un dejo de ironía en el relato de los desajustes que es que en algún momento él también la deseó a ella, y cuando se mostraba salvaje él también lo hacía. A darle verga, como escribió Echeverría, traducción instantánea de la literatura al cuerpo, así se hacía sentir. El poder de la literatura está en el contagio, sostuvo alguna vez la romántica, como si escribir fuera para ella también un poco de enfermedad, y en su biblioteca hubieran muchos libros que él también deseaba leer. Pero sobre todo las transformaciones monstruosas que deliberadamente fueron permitiéndose para sí mismos, cuando él se vio ya sin palabras escuchando que ella le decía que finalmente había encontrado su límite, ahí dejaba plantada la tienda de la frontera, con puño y lanza, montada en sí misma como si en este decir épico se convirtiera en criatura mitológica mitad mujer y mitad yegua, hasta caer rendida en llanto y luego, cuando él la besaba, muerta, en su propio lecho de muerte, en su propia cama.
El sacrificio de un animal de las llanuras consta en darle muerte sin sufrimiento cuando ya no se puede obtener más beneficios de la bestia a punto de fallecer, y ella era una bestia que había cabalgado mucho hasta el punto donde habían llegado, muchas veces arrastrándolos a ambos hasta ese lugar remoto e inexplorado que también podría entenderse como la sensibilidad. Las yeguas son animales domésticos pero las mujeres ya no. Ese es el desajuste. El hombre de ciudad no busca domesticar sino perderse entre la muchedumbre, hacerse flaneur, cronista, invisible. Dónde iba a estar el espacio intermedio para las transformaciones mutuas si sus búsquedas no eran arriesgadas sino previsibles como el contacto con un otro por puro egoísmo estético, por ese disfrute de quererse por ser el uno más exótico para el otro, si todas las apropiaciones de la escritura moderna son en forma de cita, el límite del procedimiento sucedió aquí, entre la ciudad y la provincia, en la frontera de General Paz, cuando se vieron a sí mismos al desnudo, pidiendo auxilio, y entregándose al silencio, a fuerza de darse largos besos de despedida para luego quedarse cada uno solo frente a la pantalla de sus celulares sabiendo que el amor, el amor no se hace conversando como en la literatura, sino queriendo salirse del texto hacia las superficies más plenas que ninguna de las experiencias de este siglo tiene reservadas para un par de lectores que se erotizan hablando de Borges y se olvidan que en realidad el amor no se cita ni se escribe ni se busca del otro lado de una autopista, pero que se trabaja incansablemente hasta dejarnos al rojo vivo y enfermos de recuerdos salvajes e indomables que ningún libro pudiera alguna vez sustituirles. Tantas alegorías literarias para escribir que dos personas encomendadas a encontrarse no volverían a hacerlo, que el eje del deseo para los más racionales está perdido, completamente enredado, y que esa es toda la trama importante de la historia de amor que entre tanta ausencia alimentando el deseo, ya no se puede ni quiero escribir.
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