viernes, 26 de diciembre de 2014
Yo tampoco compro pirotecnia para las fiestas
Una de las pocas fotos que recuerdo de mis navidades en El Talar es una en la que, en la falda de mi papá, sostenía lo que en ese entonces (tal vez ahora también) se llamaban estrellitas. Tenía dos colitas altas y un vestido gigante, con medias y zapatitos negros, como los que se usaban en los 90 en las nenas de mi edad, de pocos años. En el patio, la foto me pinta un retrato de mi padre mirando algo que no está presente en la imagen. Sostiene la estrellita conmigo. Mira fijo.
Él se encargó luego con la llegada de mis hermanos varones, de armar lo que él mismo denominaba "la artillería". Cañitas voladoras ubicadas en botellas estratégicamente dispuestas en la medianera, en la vereda, o arriba de algún árbol apuntando al cielo. A mí me tocaban las estrellitas, las encendía y las movía en círculos, haciendo eso los miraba.
En esos momentos empezaba a contarnos a mí y a mis hermanos que las bombas en la guerra sonaban así, tal cual como los cuetes en Navidad. Para mí era una aventura. Los proyectiles te pasan por el costado y sentís el frío de las balas, imagino yo ahora. Debe sentirse el miedo y la superación de la muerte con cada estruendo. Demasiado shock aún para el hombre moderno. Lo incomunicable de esa foto lo comprendí de grande. Los petardos, los fuegos artificiales, los fosforitos, el espectáculo en el cielo, son las imágenes gratuitas de la guerra y quizás el momento más silencioso de la noche sea el más tremendo, no lo sé. Mi viejo ahora ya no prepara la artillería porque le tiemblan un poco las manos (por el estrés post-traumático empezaron a dolerle, como recuerdos del frío, después vino el cáncer, ahora ni los médicos saben decirlo).
Entonces escucho a mis amigos hablar de la pirotecnia en Navidad y año nuevo. No les digo nada de lo que me contó mi papá. Les digo que sí. Que no pienso comprar ni un chasquibum porque los animalitos se asustan, y se pierden.
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