1. Infancia
Cómo contar que me leyó en la cama un fragmento de un libro que sonaba triste, como la historia triste que me había contado antes. Las historias de los hombres con los que duermo vienen siendo así. Sin querer me encuentro escuchando los relatos con los que me alimento y mi cuerpo crece enrojecido de prestarle atención a este en particular, y me acomodo en la almohada como cuando era la hora de contada de cuentos en el jardín y me infantilizo al extremo en el que cualquier roce se convierte en cosquilla, y me río, como reflejo. La maestra del jardín, después de leernos el cuento del día, antes de la pequeña siesta que nos dejaba a los monstruitos haciéndonos los dormidos, tomaba un pincel y nos hacía caricias por las mejillas con las cerdas suaves y limpias. Yo a este, quiero hacerle caricias con mi pincel, acariciar su pasado, tranquilizar su mueca nerviosa. Como no nos tocamos así, cuando se va, me acuerdo de las historias que me contó y agarro un pincel y pinto y siento como si la maestra del jardín me llevara a dormir la siesta, porque en el fondo sé que no debo tomarme en serio las historias que relata de noche, porque la noche además de oscura es el terreno de la fantasía y lo que vemos con esos ojos, algún día será otra de las ficciones con las que vamos a evocar los libros, los pinceles, las almohadas y, tal vez, quién sabe, las personas nuevas.
2. Sueños
Te levantás mucho para ir al baño de noche, dice. Tenés razón, contesto, sí. Lo que pasa y no sabe es que cuando duermo con él, tengo sueños y me cuesta dormirme. Es la incomodidad de tratar de dormir pensando en cómo te vas a dormir. Viene la exageración del caso en particular porque en el desajuste de compartir una cama con otra persona se chocan desde las formas de acostarse y tomar la almohada hasta la posibilidad de rozar un brazo, una espalda, un pie. Me pregunto por qué pienso en esas cosas antes de dormir, por qué sueño con él cuando duermo y por qué me tengo que parar y buscar agua, ir al baño, bajar la persiana y volver a acomodarme y repetir el ritual. Nunca nos pusimos de acuerdo sobre los términos en los que podemos dormir juntos: no entendemos la potencialidad del dormir juntos y nos acostumbramos a acostarnos siempre con la sensación extraña del que duerme con alguien por primera vez. Pero hay algo distinto. Nos leemos cuentos y poemas y nos quedamos dormidos, y me da vergüenza pedirle que me abrace. Lo acuso por su frialdad y su manera de dormir, y le recuerdo sus pasados. Le pincho un brazo en vez de hacer caricias, no sé hacer caricias, pienso mientras tanto. No sé dormir con él, no sé decir bien, no sé por qué la vergüenza, no sé en qué piensa y pienso que él no piensa nada, y la vergüenza es eso: entre tanto silencio antes de dormir se disputa la batalla de la memoria más inmediata, ver cómo, momentos antes, nuestras bocas se permitieron el descaro de recorrer las porciones de piel más sensibles y eso fue el goce que sacamos, y eso justifica el placer que nos regalamos, el grito que yo doy y compartimos, el decir mientras lo hacemos que nos gusta y cómo nos gusta con tal convencimiento de que lo que cada uno hace para el otro es esencialmente para sí, como si no hubiera fronteras entre los cuerpos que son los nuestros y la temperatura es la misma y la voluntad es la misma y las desprolijidades y las imperfecciones se tornan imperceptibles porque naturalizamos la forma cuando nos besamos, y entonces deseamos la continuidad, la continuidad del otro que despliega por azar un brazo y roza mi mano, o mi pecho, y a mí me da vergüenza, porque así no dormimos, y en realidad es por el miedo de todo lo que no nos dijimos por privilegiar el beso contagioso, porque dormir y despertar, sobre todo, me aterra, y creo que a él también, porque ritualizamos los goces y condenamos al sentimiento, entonces la barrera fina entre el deseo y el miedo está impregnada en la sábana, no me puedo dormir, tengo sueños, me muevo, lo pincho, lo toco, le hablo, le pregunto si se durmió, no sé si por decir algo así descubra si se pregunta, si se cuestiona sobre las posibilidades de dormir de otro modo, automáticamente me respondo que no, abro los ojos en la oscuridad, me levanto, busco algo, tomo agua, entro al baño, me miro al espejo y me veo la máscara de pestañas corrida por el cuenco del ojo, tuve un sueño, no lo recuerdo bien pero me perturba esa cosa de acostarme y soñar con quien me acuesto, entonces vuelvo a la cama y me duermo imaginando en qué pensará este al que invité a mi cama sobre encontrarse ahí cuando despierte.
3. Las cosas bellas
A las cosas bellas hay que elegirlas en constelación, por separado pueden resultar horrorosas y muchas dispuestas en conjunto pueden causar algo parecido a la nada. Desde que elijo la ropa para vestirme y el color de sombra para los ojos pienso en cosas bellas. Me preocupa, me delata, yo no soy bella, pero me construyo, vamos viendo. Por eso cuando salgo con alguien que me dice que me prefiere desarreglada, me enojo. Yo no me quiero desarreglada. Yo me arreglo. Me coso la media corrida y me pongo perfume. Lavo el vestido más lindo que se me ocurra y lo preparo desde el día anterior. Hubo dos personas a las que quise mucho y me quisieron también, que me dijeron que les gustaba más cuando en vez de vestido me ponía una camisa de las que uso para trabajar y eso me lastimó mucho. Qué tiene esa camisa que uso una vez por semana durante todo el año, que no se distingue del resto de los días más que por el ciclo del lavado en el hueco de la ropa, como si no hubiera hecho un esfuerzo en elegir un vestido y tomarme el tiempo y renunciar a las voces del feminismo ortodoxo y del convencional también, que me dicen que no soy un objeto y realmente pienso que no soy un objeto, aunque me gusten las cosas bellas; la cuestión es que en mi constelación de cosas bellas además de mis vestidos le sumo porque siempre están, sus preocupaciones estéticas al borde de la desmesura, de las que me río muchas veces y pienso, ese chaleco no va con ese pantalón de jean, pero me lo guardo, me lo guardo y lo beso, porque valoro el esfuerzo, en el esfuerzo está la belleza de las cosas también, y en mis vestidos y en mis zapatos porque me dice: todavía no te los saques; dejátelos puestos.
4. Monstruos
Quedan las tazas, los vasos, los platos, las cenizas, las huellas, los pelitos, los aromas, los sobrecitos de los forros, la toalla de manos húmeda y torcida, la silla que nunca uso, corrida, unas almohadas de más en el suelo tiradas, un desayuno a medio terminar pudriéndose en la mesa, una bombacha secándose en algún rincón de la habitación, un papelito escrito con una frase inentendible, los libros movidos o corridos de lugar, la botella que dice jugo y tiene agua, fuera de la heladera y por la mitad, las botellas de vino que dicen vino y no tienen nada, sobre la mesa más chica, y en el buscador de google si pongo la letra jota aparece como primera opción algo de un planeta y la nasa, pero mi casa sigue siendo la misma, la tarde en la que vuelvo y observo, las cosas son como el resto de las tardes en las que no hubo nadie, la mugre la limpio, las botellas las tiro, la ropa la lavo, los libros ahí quedan, y con cierta incomodidad advierto los rastros como un camino para atrás en el tiempo en el que el día se hace de noche y todavía no me quedaba nada de esto y en perspectiva realmente no tengo nada, porque juntando restos no se cuentan historias, pero sí, y estoy segura porque lo vi con mis propios ojos, están las imágenes fantasmagóricas de un espectro que me visita de noche y sólo yo veo su rastro y me acostumbro y me siento cómoda y lo invoco, con las palabras, para que se haga cuerpo: no, no estoy loca.
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