Hay quienes van a dormir con una sonrisa en la cara. Y hay quienes van a la cama y no logran dormir.
Hay alguien que se acostaba todas las noches planeando qué sueño quería soñar.
Que sea un lugar, que sea un hombre, que sea un desierto. Que sea mi música preferida, que sea rock y que sea jazz. Que sea mañana, que sea ayer...
–No me mires con cara de “Yo no fui”. No me invites a irme con la mirada. ¿Para qué me hacés venir si no me dirigís la palabra? Estoy perdiendo la hora del almuerzo, ¿sabés? Me vengo desde el otro lado del edificio, me torturo entre ascensores que no andan y escaleras interminables, ¿para qué?
Laura lo miraba a los ojos y sin embargo no decía nada.
Un suspiro y un “Me voy”.
–No te vayas- Decía ella.
–Tomemos un café.
–¡Pero no quiero café! Quiero que por lo menos, los cinco minutos diarios de atención que me prestás no sean un simple capricho de tu soledad.
Laura lo veía irse y lo dejaba.
Le gustaba escuchar el sonido de la puerta de su oficina cuando alguien la cerrara. Le gustaba esperar dos segundos, voltear a la derecha, bajar dos escaleras y gritar “Franco, no te vayas” Le gustaba porque sabía que era una criatura que todo lo consigue. Por eso lo hacía esperar.
Si hay algo que le gusta más que hacer poner nervioso a un hombre, eso es el jazz.
Ella es profesora de piano. Una cosa se debe saber sobre esta mujer: nunca ejerció su profesión.
Últimamente prefiere frecuentar antros de lo más oxidados. Siempre elige el mismo.
La primera vez que había ido llovía tanto que el bar fue la excusa de no mojarse. En la entrada, a la derecha, había una recepción en donde dejó su saco mojado. Cada paso que daba hacia delante, a la izquierda, era una invitación para seguir avanzando. ¿De dónde, de la mano de quién salían esos acordes?
Laura, emocionada, no podía evitar tropezar con las mesitas y esas sillas, ¡qué molestas!
Sin pensarlo, involuntariamente detenía sus pasos, como pidiéndole a sus piernas que hicieran silencio, porque ya estaba de pie frente al escenario.
Aunque tuviera más de cinco metros de ancho, iba a seguir siendo pequeño. El más pequeño del mundo.
Atónita, ese era su nuevo hogar.
–¿Reservó mesa?
¡Qué pregunta! Si Laura había estado reservando toda su vida para dejarse llevar de esa forma...
Pero no, no había reservado nada.
Estaba allí por casualidad.
En ese tipo de bares, cuando alguien ingresa sin haber reservado una mesa, es “invitado” a dirigirse a las barras. Eso no era problema, de seguro su amiga Stella y su fiel compañero Ron iban a estar presentes también.
Qué forma disimulada de mirar la suya. Forma de guardar cada detalle del muchacho que tocaba la guitarra.
Morocho, seguramente más alto que ella, de sonrisa perfecta y mirada de a ratos perdida, siempre fiel a la melodía. Notas mentales para no olvidar.
Tres pasos a la derecha y... luego de media hora de una sucesión de vasos de cerveza su coordinación no era la misma que sentada en la banqueta.
Tampoco sus ojos, le pesaban hasta las pestañas, sin embargo no iba a soltar su jarra y menos que menos, el vaso.
No es que Laura no estuviera acostumbrada a tomar, es que lo estaba haciendo diferente, lo hacía sin pensar, perdiendo la cuenta de cuántos litros de espuma y alcohol había consumido. Daba lo mismo. No iba a detenerse a pensar en eso.
Bueno, por lo menos hasta que empezó a chocarse con las sillas y no por voluntad propia.
Aunque siempre a uno le queda la duda. Sí, la duda clavada, si su inconciente, aún embriagada, la hubiera llevado a tumbarse en esa mesa.
Quizás tumbarse tampoco sea la palabra, fue algo así como una sucesión de eventos en cámara lenta de Laura haciendo el ridículo.
Laura patinándose, Laura dejando su vaso librado al azar por primera vez en la noche. Laura en el piso hubiera sido nada, si en el intento de no caer no se hubiera agarrado del mantel de la mesa del morocho de la sonrisa perfecta, se le hubiera tirado encima en el trayecto del tropiezo al piso, y de ahí, una botella a su cabeza...
Milagroso despertar. Al día siguiente recién pudo verificar que no le faltara ninguna parte de su cuerpo. Y una sonrisa en la cara le valió para recordar que esa noche sí había puesto nervioso a un hombre. No era Franco. ¿Qué Franco? Obviamente no sabía su nombre y aún esforzándose hubiera sido un problema recordarlo. Y obviamente no le importaba. Era ese hombre, sin importar su nombre.
Punto aparte y desayuno. Laura era una mujer sumamente obsesiva, odiaba llegar tarde a cualquier lado y más que nada, odiaba el desorden. Todo debía estar siempre impecable y en su lugar. Sin excepciones.
Ocho menos cuarto. Teléfono y ring. Ring. Teléfono.
¡Pero qué molesto! Tenía los minutos contados y el teléfono hacía que se escurrieran.
–Hola. Sabés que en diez minutos tengo que estar saliendo, ¿no?
–Sí.. ¿Y vos sos conciente de lo terrible que es mi vida? ¿Sabés que te llamo porque confío en tus palabras, porque pensé que quizás, eras mi amiga, no?
–...No me vengas con eso ahora...
–Andá a trabajar. Otro día hablamos.
Laura se sintió una mala amiga.
Y era, en efecto, una mala amiga. Agradeció no tener que lastimarla en el teléfono, pero quizás hasta sabía que la estaba perdiendo.
No había forma de que algo interrumpiera su esquema perfecto. Su vida era un plan maestro.
La oficina. Un paso, otro paso y ahora otro más. ¿Qué había? Algo, algo era, porque la detenía en cada movimiento.
Un paso, lento. Y ella había entendido todo. Otro paso, más lento.
Y Laura se quebró. Se partía a la mitad, juntó las partes y otro paso. Lento.
Ya no abría los ojos como antes. Estaban ocultos.
La llama del recuerdo le ardía bien en lo profundo y, sabrá dios por qué, su plan se deslizó en ese instante.
No había tiempo para más pasos.
Una mujer cayó al piso, de rodillas ante la luz. Una mujer lloraba, lloraba, se tragaba su amargura sola y lloraba. Una mujer que se olvidó de cómo caminar no podía seguir.
Esa mujer se había olvidado de vivir.
H2o. Dos de hidrógeno y una de oxígeno. Y de esas, miles.
Este planeta, y esa sustancia cual si fuera plaga. La plaga de la vida. Prohibamos el agua que nos mantiene vivos y morir, morir, cuánto deseaba morir. No quería agua, no quería nada. No quería ilusiones, no quería amor. Esas cosas no existen.
Pensar así, y sí, la condenaba a vivir como muerta, como máquina, como persona sin fin. Pero ya no era una persona.
Quién pudiera saber qué sucedía, más no tenían explicación alguna que interpretara los colores de su cara.
Dos días y tres noches se escucharon en el edificio las lágrimas de Laura correr por su departamento.
Nadie se atrevía a golpear su puerta, pero diferentes hipótesis se discutían por los pasillos.
Laura quizás había decidido suicidarse en la bañera de sus lágrimas.
Laura se estaba secando desde el alma para afuera.
Laura limpiaba sus culpas con su llanto.
Laura estaba sencillamente desquiciada.
Dentro de su departamento la historia era diferente.
Muchacha que no crece se revolcaba por el piso. Se levantaba y saltaba, giraba, caía al suelo y se estiraba.
De a chispazos, se desplazaba por los rincones apenas en ropa interior. En puntas de pie se arrimó a la ventana huyendo de la humedad.
Sus dedos fríos y arrugados de llorar se posaron en la traba derecha, deslizándose de acuerdo con el baile.
La madera estaba gastada y chillaba mientras era invadida por Laura. Cuarenta o cincuenta centímetros cuadrados de vacío. Suficiente.
Las llamas de la noche entraron en su alcoba dispuestas a comenzar un incendio.
Cuarto por cuarto, el fuego ardió para secar su llanto, para dejarlo atrás.
El fuego puede ser peligroso, y ya empezaba a arder mujer.
Los vecinos comenzaron a exaltarse porque podían sentir el humo.
Los bomberos llegaron a las diez y treinta y dos. El más rudo pateó la puerta. Una vez, diez veces. Estaba demasiado caliente y quemaba su pie. Y despacito, por la cerradura todos pudieron ver las cenizas del incendio escapar de a unas mientras los colores de la madera se sonrojaban al quebrarse.
Pero Laura había aprendido a ser paciente y veía como los residuos de la quema fueron tomando forma de pétalos. Cuando fueron suficientes, tomó su saco y la puerta se abrió sin pedir permiso.
Un paso más y estaba frente a esa muchedumbre de ojos que la miraban desorbitados.
Bajó flotando las escaleras porque no había apuro para el ascensor. Descalza, alcanzó la vereda.
Comenzaba la cuenta regresiva. Cien, noventa y nueve, tres, dos...
Y de pie frente al escenario.
-Soy Laura. No te conozco.
Pero decidí que te amo.
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